Algunas lecciones aristotélicas sobre la felicidad

10 | 03 | 2021

La felicidad para Aristóteles se trata de una búsqueda constante y racional de la plenitud de nuestro ser: para ser felices hay que procurarse el bien a través de la virtud.

De los diversos aportes que Aristóteles hizo a la historia de las ideas, probablemente el más valioso es la monumental sistematización y síntesis de todas las problemáticas y los saberes de su tiempo. Tomando ciertas reservas, podemos admitir que su obra es la gran enciclopedia del pensamiento clásico. Esa es la razón principal por la que, desde el medievo, cuando alguien le atribuye una reflexión aguda a “el Filósofo”, la mayoría de las veces se refiere, por antonomasia, a Aristóteles, el discípulo más aventajado de Platón.

Como casi todo el pensamiento clásico, la filosofía aristotélica parte de un término sumamente complejo para instituir su visión del mundo: el “ser”. Pero, a diferencia de sus antecesores, para Aristóteles a este concepto no le corresponde un solo sentido, sino varios, el más importante de los cuales es el de la “sustancialidad”. La sustancia, nos dice Aristóteles en su Metafísica, es la entidad primigenia, insubordinada e irreductible sobre la que algo se predica y que, a su vez, no puede ser predicada de otra cosa; es el sustrato al que nos referimos cuando aseguramos que algo “es”. Por ejemplo, en las oraciones “esta silla es negra” o “ese hombre es alto”, la sustancia es el elemento sobre los que recae la predicación sobre el color y el tamaño: esta silla y ese hombre individuales.

A diferencia de la doctrina ontológica de Platón, la de Aristóteles no busca las primeras esencias; sus reflexiones no indagan sobre la verdad más esencial de las cosas, sino a la manifestación particular de cada individuo. Si a Platón le interesaba saber qué es el árbol en sí mismo en su idealidad más prístina, a Aristóteles le preocupaba conocer y clasificar cada una de las especies de flora que caen en la categoría de “árbol”. Por ello, es natural que sus reflexiones morales estén enfocadas en resaltar las potencias éticas de cada persona.

Primera lección: la felicidad es una responsabilidad individual

En el primer libro de su Ética Nicomáquea, Aristóteles advierte que, si bien todo conocimiento y toda actividad humana tiende a un fin particular, existe un principio supremo al que se dirige toda esa serie heterogénea de motivaciones: el de la política, o lo que es lo mismo, el bienestar colectivo. El bien supremo de toda acción, aquel que se desea por sí mismo y a cuya realización debe subordinarse cualquier acción humana, es la dicha y el bienestar de la ciudad (la polis). Esto significa que el fin supremo de todas nuestras acciones es la felicidad universal.

La felicidad es una propiedad que se busca por sí misma, dice Aristóteles. Buscamos otros bienes como la inteligencia, las riquezas, el placer y los honores por la felicidad que esperamos recibir de ellos. En cambio, nadie ve en la felicidad el medio para llegar a otro fin. La felicidad se basta a sí misma y es, en general, lo más deseable de la vida: su posesión hace más placentera la existencia, puesto que revoca cualquier otra necesidad.

La opinión más común acerca de ella es la de que “vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz”. Por eso podemos asegurar que su fuente es la conformidad de nuestras acciones con las leyes de la razón y la virtud (areté o excelencia), aun cuando no haya un consenso en torno a la definición de lo que constituye la felicidad en sí. Esta es tan heterogénea como las personas, y aún un mismo ser humano responderá que la felicidad se halla en este principio o en aquel dependiendo del estado de su alma: para el enfermo, la felicidad es la salud; para el pobre, la riqueza; para el esclavo, la libertad; para el hombre llano, el poder.

En vista de que la idea del bien se aplica a tantos principios tan diferentes entre sí (posesiones, títulos, estados fisiológicos, honores), podemos concluir con Aristóteles que no existe un bien universal que nos sirva de norte a todos y que pueda guiar la totalidad de nuestras actividades y conocimientos. En esa medida, la primera lección aristotélica sobre la felicidad es su carácter idiosincrático: cada individuo es responsable de su propia dicha.

Segunda lección: la felicidad es una actividad que dura toda la vida

El bien se halla en la realización efectiva de una función: cuando un cuerpo lleva a cabo su actividad propia, está realizando un bien, y este es el principio de la felicidad. Dado que el bien general de los seres humanos es la realización de su propia virtud, el ejercicio más perfecto y duradero de ella constituirá la semilla más fértil de la dicha. “Porque una golondrina —escribe Aristóteles— no hace verano, […] así tampoco ni un solo día ni un instante bastan para ser venturoso y feliz”.

La segunda lección que podemos minar del pensamiento aristotélico es que la felicidad se trata de una actividad sin fin, pues es una elección constante y renovada de la virtud. A lo largo de nuestra existencia nos enfrentamos a un sinnúmero de calamidades que socavan nuestro ánimo, y en esa medida el ejercicio infatigable de la bondad es el principio de la felicidad. Dado que el infortunio es irrevocable en este plano existencial, la felicidad es un asunto perenne: el ejercicio de la virtud y la bondad, que son estímulos de la dicha, también lo son de la magnanimidad y la templanza necesarias para soportar el infortunio. En resumidas cuentas, la felicidad es un edificio que constantemente hace falta volver a erigir.

Tercera lección: elegir lo que es mejor es elegir la felicidad

La felicidad es un ejercicio constante de la propia virtud, y en esa medida, su condición fundamental es procurarnos una vida buena y una conducta honesta a fin de ahorrarnos el mayor número posible de adversidades. La felicidad es el efecto de una actividad llevada a cabo virtuosamente: el modo en el que realizamos nuestras acciones es lo que nos llena de dicha o pesadez. Por ello, Aristóteles advierte que difícilmente podrá ser feliz el que no se regocije con las acciones buenas. “La felicidad es una actividad del alma de acuerdo con la virtud” en la medida en que ella consiste en realizar lo que uno ama, y por eso, su expresión más depurada y noble será la que provenga de un profundo amor por lo más elevado: la virtud y la razón.

La felicidad es, finalmente, el ejercicio constante, gozoso y racional de la bondad. La gran enseñanza aristotélica sobre la felicidad es que ella no depende de la fortuna o  la suerte, porque poseemos la facultad de moldear la dirección ética de nuestras acciones con independencia de las desgracias, sino de la elección libre y racional del bien. Para Aristóteles, la felicidad y la bondad son el efecto de una sola y del mismo compromiso: dedicar nuestras vidas a la contemplación y al ejercicio de la virtud.

Elegir la bondad incondicionalmente es optar por la existencia más dichosa posible. La felicidad es un ejercicio individual y racional, concluye Aristóteles, y en esa medida requiere de un esfuerzo y de una acción fundamental: la búsqueda irrestricta y atemporal de lo que es mejor para uno mismo.

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