Congelar el tiempo: National Geographic y la fotografía

24 | 01 | 2022

“Conocer el mundo y lo que en él hay de extraordinario”, es la consigna aventurera con la que se fundó la National Geographic Society. Aquí revisaremos brevemente su historia y la de algunas fotografías que la cimentaron.

En enero de 1888,  un grupo de académicos, empresarios y científicos que compartían un entusiasmo común por la exploración de paisajes insospechados recibió la siguiente invitación: “Estimado señor: Contamos con su asistencia para la reunión que tomará lugar en la sala de asambleas del Club Cosmos [en Washington], el viernes 13 de enero en punto de las ocho de la noche, con el propósito de considerar si es idónea la fundación de una sociedad dedicada el incremento y la difusión del conocimiento geográfico”. La carta estaba firmada por Gardiner Green Hubbard, un rico abogado y empresario bostoniano que se confesaba un entusiasta de la geografía, cuya inclinación estaba alimentada por ese “interés general sobre el tema que cabría esperar en cada hombre educado”.

Los asistentes a la reunión recibieron exaltados la propuesta, y votaron para que el mismo Green Hubbard se convirtiera en el primer presidente de la naciente Sociedad Nacional de Geografía (o National Geographic Society). Nueve meses después de la fundación del club, él y cuatro de los treinta y tres miembros originales lanzaron una revista para cumplir su empeño seminal y, de paso, fondear las actividades del grupo. En su origen, esta era una publicación sobria de estilo smithsoniano, donde se compendiaban ensayos y tratados académicos que los miembros de la sociedad geográfica discutían en sus reuniones bisemanales. El primer volumen constó de seis artículos y una carta introductoria distribuidos en 98 páginas, donde se hablaba, entre otras cosas, de la taxonomía de los fenómenos geográficos (volcanes, glaciares, mesetas…), la Gran Tormenta de la Costa Atlántica de 1888 o el ciclo de erosión.

Aquella entrega en color terracota se vendió en 50 centavos de dólar y careció del par de rasgos más icónicos de la versión actual: un marco amarillo no rodea su portada y en sus páginas no se estampó una sola fotografía.

¿Qué pasó luego?

Cuando Green Hubbard falleció, Alexander Graham Bell —su yerno— asumió la presidencia de la sociedad y de inmediato puso en marcha una ambiciosa serie de medidas para rescatarla de la quiebra: las más drásticas fueron confiar la revista a un editor de tiempo completo para que sustituyera al equipo de voluntarios que originalmente la publicaban, y combinar la cuota de suscripción con la de la membresía al club en lugar de vender ambos productos por separado. Para este fin, en 1899 contrató de su propio bolsillo a Gilbert Hovey Grosvenor, un joven de 23 años recién egresado de la universidad, con quien no tardó en formar una importante mancuerna profesional y familiar (este personaje se casó a su vez con Elsie May, la hija mayor de Mabel y Alexander G. Bell).

Para sostener el trabajo de la National Geographic, el incipiente director editorial y el inventor requirieron que la revista adoptara algunas reformas que la hicieran más atractiva, como priorizar las narrativas personales y evocadoras, adoptar una prosa amena libre de tecnicismos eruditos y que se valiera de apoyos visuales persuasivos. Las dos primeras fueron resoluciones tomadas siguiendo la fórmula que adoptaron los libros de viaje exitosos del siglo XIX, como el diario que Darwin escribió en la conocida expedición del Beagle; la tercera fue el efecto de una epifanía que Graham Bell le describió a su yerno en una carta de 1900: “Solo piensa en las novelas ilustradas que has leído, y cómo las imágenes estimulan la lectura expresando situaciones dramáticas […] Interés en el movimiento. La mente pregunta ‘¿Qué pasó luego?’, y si el texto brinda una respuesta, el espectador se convertirá en lector”.

Una fotografía puede cambiar al mundo

En la edición de aniversario del 2013, National Geographic publicó un sondeo que llevó a cabo entre 15 de sus fotógrafos para conocer mejor la intimidad de su profesión. Entre otras cosas, en él informa que la edad promedio en la que estos decidieron su vocación es los 17 años, que la mayoría posee alrededor de 14 cámaras (entre digitales y análogas) y que casi todos habían visitado más de 50 países a lo largo de su carrera. Si bien la investigación es fascinante porque echa luz sobre las minucias técnicas de esta labor, las cifras prologan un prestigio bien asentado.

Hay pocos empleos en el mundo más codiciados que convertirse en fotógrafo de la National Geographic (tal vez la astronáutica, porque es más difícil usar nuestros propios recursos para explorar el espacio que un país remoto; o el deporte profesional, porque la selva, la malaria, el calor extremo, las guerras y la soledad no son espacios cómodos para poner en marcha la escena del heroísmo glamouroso; o la actuación, porque una fotografía no da cuenta de quien la dispara). Robert Drapier escribió, en el mismo especial donde se publicó la encuesta, que los fotógrafos de National Geographic son la “encarnación de una persona de mundo, testigo de toda la belleza de la Tierra”.

La historia fotográfica de la revista se ha adherido desde su inicio al impulso mistificador que alentó la fundación de la sociedad: su objeto es la cara benigna del mundo, iluminada por una luz que la provee de una apariencia límpida, y que se presenta como remate de una aventura sorteada a través de un enigma escarbado. Las imágenes más icónicas que la National Geographic ha publicado siguen la estela aventurera que fundó la sociedad: “conocer el mundo y lo que en él hay de extraordinario”, como ambicionaba Alexander Graham Bell.

Así lo hizo, por ejemplo, el conocido retrato que en 1984 Steve McCurry hizo de Sharbat Gula, una niña pastún con quien se encontró en un refugio de Pakistán durante la invasión soviética en Afganistán, y cuya mirada penetrante ha cautivado al mundo por su misterio y su belleza.

O “El poder de la naturaleza”, una fotografía que Sergio Tapiro Velasco tomó del Volcán de Fuego de Colima durante su actividad volcánica en 2015, y que ganó tres importantes concursos fotográficos internacionales: el World Press Photo, el National Geographic Travel Photographer of the Year y el Smithsonian / Nature´s Best Grand Prize.

También lo hizo Simon Norfolk, quien disparó una conocida fotografía de las ruinas de la Casa de las Palomas, en Uxmal, iluminándolas con reflectores potentes al amanecer, para recrear el esplendor maya en el periodo clásico.

Joanna B. Pinneo logró lo mismo en aquella fotografía donde retrata a la bebé Isha tomando una siesta con su hermana y su madre en su tienda, mientras se resguardan del rabioso calor de la tarde en un pueblo a 80 km de Tombuctú.

Y David Doubilet, cuando retrató la danza hipnótica de unas focas marinas en un escenario verdemar.

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