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Notas para una lectura ecológica de Moby Dick

12 | 06 | 2020

Entre la pluralidad de significados que la novela de Melville reconcentra, hoy en día destaca la importancia de su dimensión ecológica.

Carlos Fuentes cree que Moby Dick posee validez dentro de tan variados niveles de comprensión que hoy, “para nosotros, tiene una pluralidad de significados que no fueron, o serán idénticos a los de hombres pasados o futuros”. Y ahora, en los albores del siglo XXI, una de las preocupaciones más patentes de los lectores es la problemática ecológica engendrada en la gesta del capitán Ahab y la ballena blanca. Para intentar una lectura ecologista de la obra y no perderse en el camino, conviene comenzar por lo que la novela tiene de testimonio. 

En su brillante reseña de la obra, Carlos Fuentes dice que, entre otras cosas, Moby Dick es un “gran reportaje sobre la industria ballenera”. En la lectura de una novela a menudo es mala idea traslapar el papel del narrador y el autor, porque ambas son entidades diferentes. Pero ya que hemos decidido hacer una lectura testimonial, parece válido apreciar en la voz del narrador la perspectiva de lo que Melville tiene que decir acerca de la industria ballenera de su época. Le damos así el beneficio de la duda que se le da a todo buen periodista y partimos del hecho de que, por más literaria que sea su exposición sobre la pesca de cetáceos, su trabajo tiene un registro de verdad y está excepcionalmente documentado. En Moby Dick, Melville cuenta mucho de lo que en realidad vivió en su propia travesía ballenera. 

A lo largo de la obra, Melville narra los detalles más acuciosos de la cacería de ballenas. Los marineros se hacen a la mar y entregan su vida a la suerte de los mares y a su pericia y voluntad para darles muerte a las ballenas. Se establecen las más variadas comparaciones entre esta forma de ganarse la vida y otras actividades económicas que estaban despuntando en Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Además de proporcionar información precisa en torno a la industria ballenera, como la cantidad de barcos que existen, su historia desde los primeros cazadores escandinavos hasta el despunte de la industria americana, las variedades de aceite y sus usos, durante la novela, Melville ofrece pormenores de esta especie: bosqueja una taxonomía de los cetáceos, explica su anatomía y su comportamiento, y describe sus ritos de apareamiento.

Acosada, arponeada y asesinada, la ballena tiene el barco como féretro e incinerador. Entonces tienen lugar la fiesta y la carnicería en la que los marineros convierten el barco en una fábrica bostoniana en medio del Pacífico. Pero Melville hace que este desmembramiento tenga su propia poesía. Al final, el barco ballenero es un aparador de esqueletos apiñados a babor y a estribor: el cráneo, las costillas, la carne cocida en su propia grasa. Por eso Carlos Fuentes juzga que la prosa de Melville es “una épica industrial que celebra el dominio de la naturaleza por la técnica”

Los hombres que practican la caza de cetáceos poseen un conocimiento biológico, fisiológico y ecológico de sus víctimas. Si bien este no es un conocimiento ostensiblemente científico, por lo menos se le asemeja en algún nivel descriptivo y hasta podríamos llamarlo protocientífico. Distinguen sus clases y especies, saben en qué parte del cuerpo mutilado se esconde el espermaceti, el aceite de la ballena, y la manera de desmembrar los cuerpos para llegar hasta él; los ciclos de la ballena se resguardan en una suerte de almanaque del mar —cuyos arcanos resguarda el capitán—; y los marineros conocen el tablero del mundo cetáceo como la palma de su mano, ya sople el levante o el bóreas, siempre encuentran una ruta al leviatán. 

Su experiencia en los mares es tal que las descripciones de los zoólogos y naturalistas —antiguos o contemporáneos— a Melville le suenan poco verosímiles. Quién puede saber más del cachalote que Queequeg, el amigo arponero del protagonista, si es él, parado en un bote en medio del mar, quien hiende la piel de la bestia y la ve desangrarse hasta perecer. Pero este conocimiento, transfigurado por Melville en una escritura semejante a los tratados científicos de la época, se usa en provecho de la ganancia y la ambición; los hombres utilizan su saber para dar muerte, para dominar a la naturaleza, nunca para reconocer la dignidad y el derecho a la vida de los habitantes del mar.  

En un reflejo completamente hipócrita, en todas las supersticiones y leyendas que les sirven a los marineros para exorcizarse de sus más pavorosos temores y miedos, la ballena se revela como un agente inteligente y calculador, se la eleva entonces a la categoría de monstruo de los siete mares —temible leviatán—, y así el cachalote aparece transfigurado como un mito terrible y pendenciero, una aberración demoniaca y malvada. Con este procedimiento, se le transfiere la capacidad de juicio a la víctima: el cachalote es un ser malvado que devora hombres por venganza. El capitán y sus oficiales se desprenden de toda responsabilidad moral respecto a la probable dignidad que las ballenas pudieran tener como seres vivos. Se bautiza a la víctima con las cualidades del victimario y su cacería se vuelve derecho natural, una especie de guerra justa contra la encarnación de la maldad. 

Pero esta inversión monomaníaca —para usar una palabra predilecta del autor— no tiene justificaciones jurídicas ni biológicas razonables. A la ecología también se le ha llamado economía de la naturaleza. Con esta comparación puede entenderse que la ecología, como ciencia, mide los equilibrios y desequilibrios de un sistema condicionado por la necesidad y la carencia: los recursos del hombre son limitados, los de la naturaleza también. Esta afirmación que hoy nos parece elemental y de una validez irrefutable, no era nada obvia para los hombres que estaban haciendo y viviendo la Revolución Industrial. Lo que importaba para la ética de esos tiempos (que sigue imperando en muchos sentidos) era la consagración sacramental a la laboriosidad y la ganancia; los cuáqueros propietarios del Pequod, la nave capitaneada por Ahab, muestran el doble revés de una moral basada en la lectura de la Biblia y la explotación de sus tripulantes, a quienes intentar embarcar ofreciendo la menor remuneración posible. 

En el capítulo 105 de la novela, Melville se pregunta si la magnitud de la ballena ha disminuido con el tiempo y si su especie podría perecer. Cuando llega al fondo del asunto, dice: “el punto a dirimir es si el leviatán puede soportar mucho tiempo una caza tan extendida, y un estrago tan despiadado; si no ha de ser finalmente exterminado de las aguas”. A continuación, establece una comparación bastante pragmática y poco escrupulosa entre la ballena y el bisonte. Quienes aseveran que la ballena podría extinguirse así como los 30 o 40 millones de bisontes de las estepas norteamericanas, se equivocan. La caza de la ballena no es tan extensiva como la del bisonte. En 48 meses 40 hombres pueden cazar 40 ballenas; en cambio, en las estepas americanas 40 hombres pueden matar 40 mil bisontes en el mismo tiempo. Melville también desestima los cambios en el hábitat de las ballenas y su ausencia en lugares donde antes se las encontraba en abundancia, él le atribuye estos fenómenos a permutaciones menores y sin importancia; siempre que así lo juzguen conveniente, los cetáceos pueden refugiarse en sus ciudades polares donde están a salvo de toda persecución. 

Así como los elefantes no han menguado su población por más que el rey de Siam capture cuatro mil de ellos en una partida de caza, las ballenas persistirán, pues sus “pastos para vagar” son el doble de grandes que todos los continentes y las islas juntas. Melville entreteje sus reflexiones sin una plena conciencia de la fragilidad de la vida y sus equilibrios; para el hombre de su tiempo, la Tierra es un campo de cultivo extensísimo, los bosques nidos insalubres que es preciso despejar y los océanos bancos de alimento sin fondo. En este teatro de candidez estúpida en la que vive la mente de los hombres, las ballenas son monstruos antediluvianos que han habitado los mares desde la “eternidad” y lo habitarán para siempre. “Dado lo cual, por todos estos motivos, consideramos a la ballena inmortal en su especie, por muy perecedera que sea en su individualidad”, concluye Melville. 

Esta moral utilitarista en la que lo animales son un medio nos ha conducido a la sobreexplotación y a la aniquilación que vivimos en la actualidad, porque, ante todo, la naturaleza no es un recurso cuya existencia dependa del hombre; la naturaleza resguarda vida, y la vida tiene dignidad, no valor; y toda vida, además, es mortal y finita. Sólo cuando un sistema ecológico entra a formar parte de un ciclo económico la dignidad de la vida es susceptible de medirse como valor, e incluso como dinero. Pero este no es un procedimiento gratuito como hemos creído por mucho tiempo. Moby Dick es una crónica de nuestros errores; por eso es complicado no ver en Melville a un agorero que nos anuncia el peor rostro de nuestro presente, con la piel arrugada prematuramente y los dientes flojos y amarillos. 

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