El silencio y el estruendo. Nota sobre El sonido del metal
La última película de Darius Marder es una sobrecogedora reflexión en torno a la dialéctica entre el sonido y el silencio, y entre la tenacidad y la vulnerabilidad.
El sonido del metal es estridente, como una afrenta cautivadora. Es un ánimo iracundo, lo que se resiste al menoscabo, la música de la victoria. El sonido del metal alienta y estremece como el rumor del alba, el llanto de un recién nacido y el aplomo de un árbol que resiste un vendaval. Es la ratificación de lo inquebrantable, la repercusión de lo inflexible, la reverberación de un espíritu persistente, pero también es muchas veces un hito, un punto de viraje, una rasgadura en la seda del tiempo, un salto letal al mañana. Es el último grito del imperio que se resiste a caer y del río que destruye su ribera en su empeño por no perder su cauce.
Hay una obra que pondera la vulnerabilidad del metal y la severidad de su silencio: Sound of Metal —El sonido del metal—(2019). En su simpleza enternecedora, la trama de este filme se urde discreta e implacable, como el crepúsculo, la transformación del protagonista: después de perder una gran parte de su audición, Ruben, baterista de un dúo de rock pesado, se muda a una granja administrada por un veterano de guerra, donde se integra a una comunidad de sordos, aprende la lengua de signos americana (en inglés: American Sign Language o ASL) y se habitúa a la paradoja fundamental del sonido: la imposibilidad de vivir en un término medio entre su exceso y su vacío.
Exceso: el estruendo
Como el metal y su sonido, la capacidad auditiva es tenaz. De todos los sentidos, el del oído es el único que no podemos embotar ni siquiera durante el sueño más profundo. Su estímulo es tan imperioso que puede trastornar nuestro autodominio e impedir cualquier diálogo; la luz más intensa, el olor más embriagante, la aspereza más engorrosa o el sabor más exquisito no son impresiones sensibles tan alienantes como el estruendo. Para recluirnos en nuestro interior, para ser capaces de concentrar toda nuestra atención en un vericueto reflexivo y para sumergirnos por completo en un examen de la conciencia no necesitamos dejar de comer ni cerrar los ojos, pero sí debemos ocuparnos de lo que se cuela sin remedio en nuestros oídos.
Es que el ruido estorba al lenguaje, lo entorpece y, según su intensidad, puede llegar a estropearlo irremediablemente. Por eso, la teoría de la comunicación define el ruido como toda señal intrusiva que perturbe la emisión y la percepción de un mensaje. Schopenhauer, el más célebre cascarrabias de profesión, definió el sonido como la más impertinente de las turbaciones, y aún su misofonía fue tan lejos como para hacerlo admitir que “la inteligencia es una facultad humana inversamente proporcional a la capacidad para tolerar el ruido”. El problema de que el oído no tenga cerrojo es que distorsiona todo diálogo.
El dilema del sonido que denuncia el filme es su ubicuidad disociadora. La primera escena y el desenlace guardan una afinidad contrastante y reveladora: al inicio, asistimos a un concierto de rock pesado que se asemeja a una guerra encarnizada: los golpes de las baquetas sobre la piel del redoblante son detonaciones; el canto de Lou, vocalista de la banda y novia de Ruben, se asemeja a una arenga bélica; el feedback de la guitarra es el alarido de un cuchillo enfrentado al esmeril. Al final, Ruben abandona a Lou y se sienta en un parque, donde se retira sus nuevos implantes auditivos porque distorsionan el ruido del mundo: la maquinaria de construcción, la risa de los niños, la caída del agua, el avance de la vida.
Esta oposición guarda una correspondencia particular con la maleabilidad del espíritu en resistencia que sirve de leitmotiv al filme: al inicio, Ruben se niega a abandonar a Lou y retirarse de la música a pesar de que el ruido de los conciertos puede dejarlo completamente sordo; luego, no puede resistirse al impulso de abandonarlo todo —a Lou, esos implantes, el mundo fuera de la granja…— para dar el salto hacia la vida; para abandonarse, por fin, al silencio, o lo que es lo mismo, para comenzar a sentirse cómodo consigo mismo.
Vacío: el silencio
El silencio es temible porque su comparecencia anticipa un peligro. La bestia se calla para que su presa no hulla a su zarpazo mortal; los siseos de los insectos y del viento enmudecen para dar paso al espectro; la tumba es el espacio del silencio más profundo. Parece que el silencio es temible porque la nada es temible; que lo aterrador es contemplar la certeza de un destino irremediable, del fin de la existencia:
El silencio es todo lo que tememos
En una voz hay salvación
Pero el silencio es infinito
Él mismo no tiene rostro
(Emily Dickinson)
Pero el Sonido del metal descubre que el vacío atronador del silencio es de un orden más personal: lo primero que nos aterra de él (que no lo único) es el ensimismamiento. Tememos quedarnos a solas con nuestros remordimientos y nuestras culpas más anquilosadas cuando nadie dice nada y no hallamos algo alrededor que emita el susurro más endeble.
Una de las virtudes estéticas más formidables de este filme es poder recrear la experiencia sofocante de la soledad muda: sus recursos narrativos más destacados son el encierro, la claustrofobia, el sentimiento de haber sido arrojados a una enorme habitación que no cuenta con ninguna salida y donde estamos solos. El núcleo de la información auditiva en esta obra es el confinamiento sofocante provocado por una fractura comunicativa, y sus recursos (la distorsión grotesca de la música y de los implantes, la abrumadora preponderancia de las frecuencias bajas que caracteriza la hipoacusia) son tan efectivos para este fin que logran enclaustrar al mismo espectador.
La película nos arropa en un silencio particular: nos hace creer que somos nosotros, y no solo Ruben, quienes han perdido la audición, y con ello hace emerger el ruido fundamental de nuestras vidas: ese que hacemos sonar para eludir el doloroso enfrentamiento con la verdad.
El sonido de la voluntad
El costo del primer exceso (el estruendo) es el extrañamiento personal; el del segundo (el silencio), elextrañamiento del mundo. La tragedia del sonido es la imposibilidad del arbitrio justo. Esa es la tesis más dolorosa, pero aleccionadora de El sonido del metal: vivir es el ejercicio de una ponderación imposible entre la voluntad y la fatalidad. La tragedia de Ruben es el eco de los diversos sonidos que produce el metal: la voluntad y la tenacidad son fuerzas de choque poderosas, pero no invencibles, y por esa razón cuando la fragua de la realidad los engulle, el proceso de aceptar lo inevitable, de forjar nuestras aspiraciones y nuestros deseos a una nueva realidad, es un camino doloroso que debemos recorrer con resignación y gallardía. Ese trágico fogón es real incluso para los espíritus más férreos: la soledad, la derrota y la resignación.
El murmullo más quedo es atronador y el silencio más poblado es temible; ambos polos coinciden en su matiz: los dos dejan un resabio de soledad, de habernos quedado con nosotros mismos o imposibilitados para tender puentes con los otros. La dicha tal vez se compone de una tenacidad indomable que acepte con valor esta contradicción: el metal debe fundirse y ablandarse alguna vez para tornarse una daga o un martillo.