Goethe y el poder de los colores
La teoría del color del escritor alemán explica nuestra compleja (y asombrosa) relación con el mundo.
Negar la importancia de los colores es casi tan absurdo como negar nuestra propia existencia. Estos nos aportan datos sobre el mundo que habitamos, nos muestran que una cosa es distinta a la otra y nos informan sobre las estaciones y los ciclos de la vida; son, finalmente, una vía para tocarnos con el universo. Los colores, su simbología, su metafísica y sus cualidades son, además, una expresión de nuestra interioridad —de acuerdo a la preciosa Teoría de los colores (1810) del escritor y naturalista alemán Johann Wolfgang von Goethe.
Nuestra capacidad de percibir las capas tonales ha sido ampliamente estudiada a lo largo del tiempo por distintas disciplinas. Cientos de científicos han intentado descifrar el fenómeno y han querido darle respuesta a interrogantes diversas: ¿cómo vemos?, ¿por qué vemos?, ¿qué pasa en nuestro cerebro cuando los ojos captan la luz?, ¿qué generan los colores en nuestro interior?
Desde Newton hasta Edison, a lo largo de los siglos se han generado una multitud de hipótesis y conclusiones acerca de la intrincada relación entre el hombre y los colores. Sin embargo, vale la pena revisar el trabajo que realizó al respecto Goethe, que estaba obsesionado por entender de dónde venía el color.
Goethe, del Fausto al horizonte
Johan Wolfgang von Goethe (1749-1832) no era un hombre común. Fue una de las figuras principales del Romanticismo, uno de los grandes escritores que ha dado la literatura alemana, y aunque es más reconocido por su trayectoria en el ámbito de las letras, también pasó 40 años esbozando una teoría sobre los colores que consideró, además del Fausto, su obra más importante.
Goethe investigó el ojo humano a profundidad y destacó la importancia del hombre como observador. También estudió los distintos tonos y variaciones de los colores donde quiera que aparecieran e intentó describir sus cualidades y su esencia: ¿cuándo y bajo qué condiciones surgían? Sobre dicha teoría escribió: “Por mucho que profundicemos nuestro conocimiento del mundo, este siempre guardará un lado diurno y un lado nocturno”.
Y es que para el poeta, la relación entre el humano y los colores lo trastoca todo: el cuerpo, la mente y el alma.
Las sombras de colores
Una de las aportaciones más grandes que hizo Goethe a la cuestión de los colores y su percepción fue la existencia de la sombra de los colores, fenómeno que aunque ha sido rechazado por algunos científicos, pues no es medible, es palpable y se puede contemplar a simple vista.
Para corroborar su existencia lo único que tenemos que hacer es presenciar una puesta de sol. Desde el inicio es posible notar que la luz tenue que cae sobre el paisaje está acompañada por una serie de sombras que, ante nuestros ojos, aparecen como una amalgama entre el azul y el verde. No obstante, si nos acercamos, y las sacamos de su contexto, nos daremos cuenta de que en realidad la penumbra es solo gris. Esto sucede porque al ver el paisaje en su totalidad filtramos los colores para crear contrastes con el anaranjado.
El escritor alemán sostenía, además, que al estar expuestos a la luz, los ojos proyectan en la sombra el color complementario para generar un equilibrio exterior e interior. Es decir, si vemos un reflejo verde aparecerá una sombra magenta, si vemos un filtro violeta su contraparte será amarilla, una azul abrirá paso al rojo, etcétera.
Cuando el exterior nos muestra un color, nosotros respondemos con su otra mitad.
Colores y sentimientos
Goethe plasmó los resultados de esta investigación en una rueda cromática que contraponía los 24 colores complementarios que tiene todo el espectro. En dicho círculo, las capas tonales son una expresión entre el mundo de los colores y lo que el hombre ve.
Este cúmulo de tonalidades también le permitió llegar a la conclusión de que los colores son parte de nuestra percepción. Por lo tanto, los colores son, ante todo, sensoriales, y son capaces de generar emociones. Como ejemplo, basta conocer el sumo cuidado con el que escogió los tonos de su propia casa en Weimar: amarillo en el comedor para crear calor y placer; verde azulado en su estudio para inspirar calma y estimular la mente.
Para encontrar los sentimientos que invocan los colores había que aprender a verlos cómo realmente eran, y permitirles que nos contaran su historia, según Goethe. Por eso, en la oscuridad encontramos la paz y la calma, y tenemos la sensación de que el mundo se ha vuelto frío y distante; en el día pasa lo contrario.
El encuentro entre luz y oscuridad
La teoría del color encontró su momento más sublime cuando desafió una idea de Newton que sugería que los colores se originaban gracias a la existencia del blanco. Para desmentir esto, Goethe observó la refracción tonal de un prisma primero frente a una pared y luego frente al marco de una ventana, entonces llegó a una conclusión tan rara como hermosa: la oscuridad y la luz son iguales, ya que ambas pueden reflejarse.
La luz es invisible, lo único que percibimos de ella son partículas que brillan. De hecho, solo podemos verla cuando choca contra la materia y cuando entra en contacto con la oscuridad, y es justo en ese encuentro de donde nacen los colores.
Goethe pasó mucho tiempo observando amaneceres y atardeceres, y fue en uno de estos momentos de anaranjado suave cuando se dio cuenta de que la noche es más azul que negra y el día es, en realidad, amarillo.
Aún hoy, más allá de la controversia que existe en torno a esta teoría, hay algo de ella que la hará inmortal por siempre, la oda eterna a los colores (y todos los sentimientos que son capaces de generar).