Isamu Noguchi: esculpir lo invisible
A través de su trabajo escultórico, el artista resaltó las formas más bellas de la naturaleza.
Una de las disciplinas artísticas más antiguas es, sin duda, la escultura. Ésta consiste, a grandes rasgos, en la modificación de un material para la creación de formas nuevas, tridimensionales. El hombre siempre ha tenido la necesidad de esculpir, de transformar su entorno, marcar su paso por este lugar que llamamos mundo y dejar aquí algo que nos sobreviva. Uno de los materiales que fueron usados desde el inicio de la historia de esta práctica es la piedra —que fue también uno de los materiales predilectos del artista Isamu Noguchi (1904-1988).
Esculpir en piedra es una acción poética, una danza tortuosa, una confrontación constante y tensa entre el hombre y la fuerza de la naturaleza (es también un susurro de tiempos inmemoriales). Peso, densidad y volumen son características materiales que hacen de esta práctica una de las más complejas y laboriosas en términos de producción artística. Trabajar con las piedras implica un desgaste en términos de tiempo y esfuerzo, uno desbordante de pasión y fuerza. La fragilidad es otra constante dentro de esta poderosa actividad: cada decisión tomada debe ser ejecutada firme y puntualmente, cualquier titubeo podría hacer añicos un vasto volumen de mineral que tomó a la naturaleza cientos o miles de años para formarse, las piedras son sigilosos testigos de las eras.
Esculpir no solamente es transformar, también implica una serie de requerimientos impalpables, invisibles y profundos. Implica establecer una relación íntima con el material, implica conocerlo y entenderlo, tocarlo y recorrerlo, llegar hasta su lugar de origen (simbólica y, a veces, físicamente), indagar en el sentido de la vida y del tiempo.
Noguchi, uno de los escultores estadounidenses más importantes en la historia del arte del siglo XX, sabía todo esto. A través de su obra, mayormente producida en piedra, dejó plasmada su sensible visión de la vida, su relación con la naturaleza, su percepción del tiempo, sus raíces culturales, así como sus reflexiones filosóficas sobre el arte y la calidad temporal de nuestro universo. Durante seis décadas de producción, el artista pasó por diferentes etapas estilísticas, siempre con propuestas poéticas, innovadoras y contemporáneas.
El escultor siempre estuvo fascinado por la belleza en las formas de la naturaleza, y hacia la década de los 60’s comenzó a producir una serie de esculturas de distinto tamaños en basalto (piedra dura y oscura de origen volcánico). La singularidad e importancia de estas obras radicó en la reducción de decisiones escultóricas y estéticas que tomaba. Visto de otra manera, reducir decisiones fue la gran decisión de Noguchi. Así, él dejaba prácticamente intacto el bloque de roca que trabajaba o más bien respetaba cómo la naturaleza lo había tocado. Nada más complejo, poético y honesto que producir una escultura de piedra que representa a una piedra.
El trabajo del artista de origen nipón apuntaba a un arte total y orgánico que podría ser comparado con la ausencia de intención y autoría del el haikú tradicional —arte poética en el que el autor prácticamente desaparecía a través de un trabajo discreto, casi invisible, y de esta manera participaba más como observador que como creador.
Los bloques de basalto eran elegidos personalmente por Noguchi para después ser trabajados desde la circunspección: se pueden apreciar ciertas áreas pulidas, talladas o marcadas mecánicamente por el artista; también decidió dejar las marcas de taladro resultantes de la extracción del basalto, marcas circulares, industriales y definitivamente estéticas. La intención era resaltar la belleza implícita del material a través de pequeños gestos escultóricos (casi conceptuales); dar a entender que la grandeza del hombre no es nada sin la naturaleza, que el arte debe ser atemporal para no envejecer, que la humildad es la mejor herramienta del artista.
Lo que vuelve espectaculares a estas monolíticas esculturas verticales es lo que no se ve, lo que hay detrás de una roca brevemente alterada: el artista dejó a un lado su ego, contuvo al tiempo, detuvo la inevitable intención implícita de la escultura de transformar a la naturaleza, para proponer una forma de convivencia con ésta: rocas que parecen caídas del cielo, oscuras estelas, meteoros provenientes de otras galaxias, milenarios contenedores de poesía y de respeto —un arte cercano a la naturaleza y a una concepción más elástica del tiempo (nunca pretendió dominarlos).
La mayor parte de estas esculturas —que a veces parecieran un pequeño ejército de seres silenciosos— se encuentra concentrada en uno de los museos escultóricos más espectaculares del mundo: The Isamu Noguchi Museum. Ubicado en Nueva York, este espacio se encuentra en lo que fue la bodega del artista y, en 1985, se convirtió en un museo pensado para mostrar el trabajo tal y como Noguchi quería que fuese exhibido: como un cuerpo de obra con un discurso espacial único y total, más cercano a lo natural y lo orgánico.