La cueva de Chauvet: un salto cuántico del arte
El descubrimiento de esta cueva revela que el arte puede ser una explosión fuera de la línea tiempo.
El 18 de diciembre de 1994, en los riscos que rodean el cañón del río Ardèche en el sureste de Francia, cerca de donde el agua cruza un arco de piedra natural —el Pont d’Arc—, los espeleólogos Jean-Marie Chauvet, Éliette Brunel y Christian Hillaire, percibiendo corrientes sutiles de aire surgidas del suelo, buscaban cuevas. En algún momento de su trayecto, movieron rocas y encontraron un hueco angosto. Apenas cabía una persona. Ingresaron y descendieron a lo desconocido. Había oscuridad y silencio absolutos. Estaban a punto de descubrir uno de los tesoros más antiguos de la historia de la cultura humana.
Dentro de esa cueva de frágil y sutil naturaleza, aquellos exploradores se asombraban del hermoso lugar: había concreciones que brillaban, rocas colgantes (estalactitas) y rocas surgidas del suelo (estalagmitas), capas centelleantes de calcita por todo encima, y sólidas cortinas de minerales; también hallaron cráneos de osos cavernarios y otros huesos, eso que quizás ellos esperaban encontrar allí. Sin embargo, lo que más les maravilló —y poco después al mundo— fueron las pinturas rupestres que descubrieron. “¡Aquí estuvieron!”, exclamó la espeleóloga Éliette Brunel al ver con su lámpara animales prehistóricos trazados en las paredes.
Aunque esos dibujos en las rocas existían hace alrededor de 32,000 años, estaban en perfecto estado, ya que el acceso a la cueva de Chauvet —nombrada así en honor al guía descubridor— había sido perfectamente sellado hacía unos 20,000 años por el derrumbamiento de una roca gigantesca. Las pinturas estaban tan frescas que parecía que acababan de hacerse, pero eran tan delicadas que podrían borrarse con un trapo. Era una cueva inmaculada, una cápsula del tiempo natural, una Bella Durmiente que despertaba después de tantos siglos.
Actualmente, para su conservación, la cueva de Chauvet —declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en el 2014— se sella con una puerta hermética de acero, y está prohibida la entrada al público en general, para el que se ha hecho una réplica de esta cueva en la misma zona. Solo se permite el acceso a un pequeño grupo de científicos —arqueólogos, historiadores de arte, paleontólogos, geólogos, entre otros— dedicados a estudiarla. Es que se ha comprobado que en otras cuevas con pinturas rupestres, como la de Lascaux, la respiración de tantos turistas causa moho en las paredes.
Sin embargo, unos pocos artistas reconocidos también han tenido el privilegio de recorrer la cueva de Chauvet, como el escritor, crítico de arte y pintor británico John Berger (1926-2017), quien escribió apasionantes relatos sobre ella, y el cineasta alemán Werner Herzog (1942), en cuyo documental La cueva de los sueños olvidados (2010) pueden apreciarse a detalle las pinturas rupestres.
Unos hermosos caballos
La cueva de Chauvet mide un kilómetro y medio de largo y, en algunos puntos, 50 metros de ancho, y está conformada por cinco salas que en el pasado habitaron osos cavernarios y visitaron los cazadores-recolectores nómadas del Paleolítico (Edad de Piedra), quienes, iluminados por antorchas, plasmaron en las paredes dibujos prodigiosos y que son uno los primeros ejemplos indiscutibles de arte, y quizá de la religión, el chamanismo y la magia. El hombre de aquel entonces no conoció la belleza geológica de esa cueva que se formó durante miles de años, sino que empezó a embellecerla con pinturas de depurada técnica.
Hay en la cueva pintadas alrededor de 420 figuras de animales de unas 13 especies diferentes que reflejan, además de una impresionante destreza artística y discreta elegancia, la capacidad de observación, la relación íntima y la conexión del ser humano de aquella época con los otros animales. Tenían un vínculo profundo con la naturaleza que, por ejemplo, muchos siglos después, artistas como Vincent van Gogh (1853-1890) también procurarían.
Los artistas de la cueva de Chauvet no solo representaron animales relacionados con la caza —algunos ya extintos— como mamuts, ciervos gigantes, uros, caballos salvajes, bisontes y rinocerontes, predominantes en el arte rupestre paleolítico; también plasmaron en las paredes depredadores de su tiempo: leones de las cavernas sin melena, leopardos, osos de tres metros de altura, búhos y hienas. Una sola figura humana se ha encontrado: en una piedra colgante hay un dibujo del área púbica femenina, y cuya parte alta es la de un bisonte.
Según los investigadores de esta cueva, existen dibujos iniciados en una época y completados 5,000 años después. Los creadores son tan enigmáticos como sus trazos en las paredes.
La escena pintada de unos caballos en la cueva ha sido considerada como una de las mayores obras de arte en el mundo. Asimismo, hay un bisonte con ocho piernas que, junto con la superficie desigual de las paredes, da una sensación o ilusión de movimiento, como si aquellos antiguos artistas hicieran cuadros de una película de animación.
Explosión artística
Al ver presencialmente esas pinturas rupestres de unos 32,000 años de antigüedad, Berger escribió que podría decirse que “el arte nace como un potrillo, que sabe caminar inmediatamente. O, para decirlo de forma menos intensa…: el talento para crear arte acompaña a la necesidad de ese arte; nacen juntos”.
En su libro Sobre los artistas (2015), el mismo Berger describe a los creadores de las pinturas en la cueva de Chauvet:
Los ojos y las manos de los primeros pintores, de los primeros grabadores, eran tan diestros como los que vinieron después. Se diría que es una gracia que acompañó a la pintura desde sus orígenes. Y ese es el misterio, ¿no? La diferencia entre entonces y ahora no es el grado de refinamiento, sino de espacio: el espacio en el que sus imágenes existían y eran imaginadas.
Por otra parte, en su documental sobre la cueva de Chauvet, Herzog menciona: “Es como si el alma del hombre moderno hubiera despertado aquí. Lo que deja esa gente es su fenomenal arte, no como garabatos primitivos o un proceso de evolución, sino como un evento explosivo, desarrollado de forma completa y extraordinaria”.
El poeta español Jorge Riechmann (1962) coincide con Berger y Herzog en su libro Resistencia de materiales. Ensayos sobre el mundo y la poesía y el mundo. 1998-2004 (2006):
No habría entonces un lento proceso evolutivo sino más bien un salto. Discontinuidad: sabemos que desde entonces… no hemos cambiado biológicamente. Y lo que ahora nos revela la caverna de Chauvet es que en otros aspectos clave —lo que hoy llamamos expresión artística, por ejemplo— tampoco hemos cambiado sustancialmente. De manera un poco provocadora podríamos decir: aquellos “primitivos”, los humanos de hace 50,000 años, no eran primitivos. Eran iguales que nosotros en todo lo importante. De alguna manera, todo estaba dado desde el origen.
Si bien la evolución de las especies ha sido lenta y científicos postulan que el Homo sapiens tiene un gradual desarrollo artístico, el descubrimiento de lugares como la cueva de Chauvet genera mil y una preguntas por resolver, y nos advierte que el arte puede ser una explosión fuera de la línea tiempo. “¿Será que algún día podremos entender la visión de los artistas con tal abismo de tiempo entre nosotros?”, pregunta Herzog respecto a las sorprendentes pinturas guardadas en aquella cueva milenaria.