Lejos del blanco estoico: las estatuas griegas y romanas eran coloridas
Las esculturas blancas de la antigüedad que hemos romantizado, fueron profundamente coloridas; ese hecho nos invita a reimaginar lo que consideramos bello.
No es posible apreciar la radiante y alegre belleza del arte griego antiguo, sin conocer su colorida decoración.
—Adolf Furtwängler
La belleza es uno de los adjetivos con más fuerza gravitacional del lenguaje. Quizá no haya manifestación más emblemática de este concepto que las estatuas de mármol de la antigua Grecia y de Roma. Son un símbolo inconfundible de la sublimación de la forma —lejos de los colores y ornamentos— que encarnan lo puro, lo bello y, entonces por definición, lo bueno. Como tal, son imágenes que han inspirado al ser humano y definido cánones de estética a lo largo de los años. Lo hacen hasta la fecha, pero erróneamente. Porque, en realidad, esa antigüedad blanca y estoica que hemos romantizado, fue profundamente colorida.
Sofisticados patrones geométricos, glamurosos y vívidos colores eran los elementos más representativos de esculturas y monumentos arquitectónicos como el Partenón. Si se piensa mucho en el asunto, sucede algo francamente extraño. Surge un impulso de incredulidad: “¡No puede ser, qué mal gusto!”. Pero lo que resulta particularmente interesante es que, a pesar de tener evidencia que mostrara todo lo contrario desde hace muchos años, se perpetuó esta falsa verdad sobre la “belleza” —fría, blanca—.
Todo parece indicar que esta es, en parte, la historia de una mentira cómoda y complaciente. Hay que recordar que, como dice Umberto Eco, lo bello “es un bien que estimula nuestros deseos […] o que se ajusta a cierto principio ideal”. Así, modela gustos culturales: cataloga, califica, acota y establece vínculos relacionales que determinan lo que entendemos del mundo. Deshacerse de todo ese andamio no es tarea fácil.
Amnesia de color
Originalmente, esta verdad no nació como mentira, sino como error. El paso del tiempo siempre deja huellas, y en el caso de las esculturas esto se hizo evidente con la pérdida de pigmentos. En ocasiones, a la hora de limpiarlas se desvanecía el color por la fricción. Sin embargo, los colores siempre estuvieron ahí ocultos entre los pliegues que simulan tela o incluso en vasijas y murales que representan escenas donde escultores pintan sus piezas.
Sería difícil asegurar cómo es que se popularizó esta versión de la belleza —específicamente ligada a Occidente—, pero ahí tenemos la obra de Miguel Ángel. Sus esculturas son una forma de honrar y dar continuidad a esos estándares ilusorios griegos y romanos. Como él, muchos artistas renacentistas estaban en sintonía con esas ideas.
En el siglo XVIII aparece un personaje significativo para este retrato: un académico alemán, conocido también como el padre de la historia del arte. A pesar de haber visto los colores de ciertas piezas en Pompeya y Herculano, Johann Winckelmann escribió: “Cuanto más blanco es el cuerpo, más hermoso es”. A pesar de que hay quienes sostienen que el erudito cambió de parecer al final de su vida, su obra fue profundamente influyente; un pilar del culto a la belleza blanca. Por fortuna, hoy existen grandes esfuerzos por desmitificar ese blanqueo de la belleza, alejarse de sus estereotipos y ofrecer una nueva forma de mirar el pasado (y reinventar, entonces, el presente).
La vida policromática
Aquí tenemos un ejemplo claro de que la historia es maleable —de que no es única—, pero sobre todo, de que el pasado sigue siendo un gran misterio del que tenemos mucho que aprender. Porque todo lo que damos por cierto, puede cambiar en cualquier momento.
La dimensión policromática de las estatuas griegas y romanas conjura uno de los aspectos más sagrados de la vida: que es plural y mutable. Celebremos ese hecho y celebremos el color: a fin de cuentas la imaginación y la creatividad son, en esencia, coloridas.