Los 400 muchachos, o el nacimiento de las estrellas en la cosmovisión maya

16 | 12 | 2022

En esta entrada, nos propusimos reimaginar el origen de las Pléyades que cuenta el Popol Vuh. La acompaña el extracto de una serie fotográfica que insinúa los interiores de La Vaca Independiente.

Como el fuego, el sopor o el miedo, la inspiración se propaga con una obstinación patógena. Implacables, se derraman los incendios, los bostezos, las turbaciones y los suspiros en sus propios rescoldos: sus furores y un mantillo mínimo les bastan para renovarse y expandirse en otras llamas. Como aquellos, la inspiración también se refleja en sí misma para volver a construir su fondo en nuevos estolones. Todos los fuegos son el mismo fuego; el sueño se hace muchos cuando la tarde empieza a doblegarse, y de pronto todos somos partícipes de un solo letargo; un alarido de horror es siempre un avance agorero… y la inspiración crea otra vez con sus ascuas, las obras que brotan de un arrebato inspirado siempre quieren derramarse en nuevas inventivas.

Esa convicción es el principio de una de las aspiraciones editoriales de este espacio creativo: el de dar a conocer relatos cautivadores que regalen un desahogo de las agitaciones cotidianas, pero que también estimulen la imaginación e inspiren nuevas historias. La siguiente narración, por ejemplo, germinó de estas semillas: un trabajo amoroso en el territorio maya, la lectura admirada del Popol Vuh y una serie fotográfica que retrata las magias escondidas en este sitio de la calle de Ciencias donde pace La Vaca Independientey que se empeña en transfigurar los elementos de su cotidianidad en alusiones fantásticas: que hace de una lámpara un astro tornasol o de un árbol espinoso el ojo de un gigante.

Entonces, sirva esta historia para entretener y hacer que otras sean posibles.

Los 400 muchachos

Zipacná jugaba a la pelota con los montes que existían en el alba seminal, cuando la luz que iluminaba el cielo no era la de nuestro brillo. Los erigió en los márgenes de nuestro pueblo, como nosotros alzamos vallados alrededor de un chiquero. Cabracán, su hermano, luego hacía estremecer esos montes y nuestro suelo a su capricho; para divertirse, ordenaba que se agitaran nuestros pies en una danza febril y se derrumbaran nuestros templos. Zipacná se burlaba de nosotros, porque no podíamos crear nada tan bello como su cielo y sus tierras elevadas; Cabracán nos miraba con desprecio, porque no éramos capaces de provocar una conmoción que pudiera compararse a la de sus terremotos y sus trombas. Ambos competían así, entre sí, para aventajar la antigua grandeza sobrehumana de Vucub-Caquix, su padre.

Quisimos acabar con sus tiranías. Íbamos a atacarlos por separado para hacerlos perecer. El azar hizo que nuestra primera presa, y nuestro sayón, fuera el gigante Zipacná.

Una mañana lo hallamos tomando un baño a la orilla de un río, mientras acarreábamos un largo tronco que usaríamos para levantarnos un fortín. Nos sobrevino un plan veloz allí mismo, sin un buen juicio: le pedimos que nos ayudara a cavar un hoyo en el suelo junto a ese río para apuntalar el tronco y bailar la danza de las trece vueltas. Nuestra intención profunda era dejar caer la madera en su cabeza cuando estuviera bien hundido en el pozo. El gigante aceptó ayudarnos para jactarse de su fuerza, y demoró  media jornada en cavar hasta el fondo. Cuando completó su labor, silbó desde el abismo para darnos noticia, y nosotros, arrobados, rematamos nuestro propósito: oímos un estruendo en la raíz de la excavación que no volverá a oírse jamás en la tierra, y creímos así que la mitad de nuestras faenas estaba completa.

Pero él supo leer nuestro candor. Comprendió a tiempo nuestros propósitos, y para escapar de la muerte, excavó una guarida paralela al pozo, en la que se refugió para evitar nuestra estocada.

El árbol del mundo

Por días, se arrancó mechones de cabellos y se mordió las uñas para dárselos a las hormigas, que desfilaban frente a nosotros y nos hablaban de la descomposición de su cadáver. Cuando dejaron de aparecer sus restos, bebimos chicha, bailamos y nos olvidamos de nosotros para celebrar su muerte. Al tercer día de fiesta, él salió de su refugio, se vistió de la oscuridad que tapaba el cielo y nuestros ojos y le pidió a Cabracán que sus suelos derribaran sobre nosotros el gran obelisco que nos ayudó a levantar. Ninguno de mis hermanos sobrevivió a ese revés; yo fui el último en partir, los vi agonizar a todos.

Ahora estamos aquí arriba, sin poder movernos ni mirarnos entre nosotros. Algunos creen que mentimos sobre nuestro destino postrero, pero jamás lo hicimos. Mírennos nada más: somos nosotros este brillo que teja el cielo para alumbrar en la noche los caminos que nos regalarán sosiego y desquite; nuestros son los ojos insomnes que observan la negrura del universo.

La estrella

 

Fotografías de Gerardo Alquicira Zariñán

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