Dolores Olmedo

Los empeños del museo Dolores Olmedo

25 | 06 | 2021

En el museo Dolores Olmedo se exhiben las primeras obras de Diego Rivera y la colección privada más importante de la obra de Frida Kahlo.

Será mal gusto, pero es mi gusto y son mis cosas.

—Dolores Olmedo

Hace 500 años, en medio de esa casa había un ojo de agua. Los conquistadores y sus aliados tlaxcaltecas llegaron a Xochimilco en abril de 1521, porque les habían dicho que por ese rumbo podrían encontrar una fuente de agua dulce para calmar la sed. Venían de Coajomulco, Topilejo y Tlalpan, y en cuanto arribaron a la ciudad de las flores lucharon contra guerreros apostados en los cerros. Tras la caída de Tenochtitlan, en el ojo de agua el “señor deshilachado” Apochquihuayatzin, último cacique de los xochimilcas, pactó con los españoles la rendición definitiva de su pueblo. Entonces el lugar se llamaba Tzonmolco —cerro desgajado—, y allí se renovaba el Fuego Nuevo cada 52 años como en el Huizachtepetl.

Entre 1538 y 1568 los españoles empezaron a convertir Tzonmolco en una hacienda que supliría varias necesidades agropecuarias de la capital de Nueva España, cuando los volúmenes de la ganadería y la agricultura urbana rebasaron las posibilidades del lago de Xochimilco y sus chinampas. La unidad administrativa que después se llamaría la Hacienda de la Noria se formó casi cien años después de la Conquista, y el núcleo que concentraba ese pequeño universo rural era aquella casa, donde vivían los hacendados y sus invitados.

Alrededor de esa casa poco a poco se construyeron graneros, caballerizas, chiqueros, una calpanería, una tienda de raya, un molino de nixtamal y un abrevadero. También se erigió la capilla de San Juan Evangelista Tzomolco, que aún sigue de pie, y en su patio alguien, mucho antes del acueducto de Porfirio Díaz y del esplendor olmediano, construyó una noria encima del ojo de agua para no morir de sed.

Doña Lola Olmedo y el maestro Diego

María de los Dolores Olmedo Patiño nació en Tacubaya, al poniente de la Ciudad de México, el 14 de diciembre de 1908. Tenía los ojos rasgados, una sonrisa imbatible y el cabello negro, brillante y espeso como un río oscuro que todos los días trenzaba en dos largas colas que caían en cascada sobre las peñas de sus hombros. También era gallarda, calculadora y disciplinada como su madre, María Patiño, una maestra de primaria muy culta y piadosa, pero severa y conservadora. A ella la acompañaba el día que conoció a Diego Rivera en las oficinas de la Secretaría de Educación Pública, donde el maestro pintaba uno de sus murales. Entonces Lola tenía 11 años.

El maestro Diego —así lo llamaba Lola— se fijó en Linda —así la llamaba Diego—, y le pidió a su madre que lo dejara dibujarla. Durante toda su vida, Lola creyó que fue por sus largas trenzas y sus ojos rasgados. Por años ella siguió posando para él, y como una copia al carbón, los dilatados trazos con los que Rivera plasmó el misterio del cuerpo y el rostro de Lola tuvieron un eco en el bosquejo de una sinuosa y larga amistad. El maestro y Linda fueron inseparables durante mucho tiempo, pero la maternidad, asuntos laborales y la relación espinada que Lola mantenía con Frida Kahlo hicieron que por muchos años se distanciaran, aunque sin separarse del todo.

Cuando Frida murió en 1954, Diego y Lola reanudaron su vieja amistad, y él pasó largas temporadas en La Pinzona, la casa que Lola tenía en Acapulco, hasta su propia muerte en 1957; allí pintó un Quetzalcóatl soberbio, un Tláloc colosal y un sapo enamorado de una sirena.

Diego le enseñó a comprar arte prehispánico, pintó retratos invaluables de su familia poco antes de que el cáncer acabara con su vida y alguna vez le pidió que se casara con él; ella idolatraba su trabajo y era una mujer profundamente enamorada del arte y la cultura mexicana, pero rechazó su propuesta para que su nombre no fuera recordado por asociación. Luego, él le pidió que reuniera sus 12  mejores obras para conformar su gran legado artístico, y ella superó por mucho esa cifra originaria.

Al final, el acervo privado de Dolores Olmedo constó de 148 piezas del maestro, entre dibujos tempranos, las sandías de su adiós y obras de su periodo cubista; 25 de Frida Kahlo, entre las que se hallan piezas icónicas como Unos cuantos piquetitos, Hospital Henry Ford y La columna rota; 45 grabados de Angelina Beloff, la primera esposa de Diego; y alrededor de 4,000 piezas de arte popular y prehispánico.

En su testamento, Diego Rivera le cedió a Dolores Olmedo los derechos de sus obras y la nombró directora vitalicia de los museos Diego Rivera, Anahuacalli y Frida Kahlo. En 1955, Rivera ya la había hecho presidenta vitalicia de su fideicomiso, constituido en el Banco de México. Pero lo último que ella conservó de él no fueron estos títulos ni las sandías jugosas con las que Diego se despidió de la pintura —como Frida, él también murió después de haber celebrado la vida pintando el fruto más jugoso y vibrante—; fue una promesa plasmada en un papelito que Lola conservó hasta su propia muerte: “Vale a Lolita Olmedo por un autorretrato de Diego Rivera a cambio de un desnudo”.

La casa y sus empeños

Emiliano Zapata ocupó esa casa y allí instaló un destacamento. Al final de la Revolución, la casa quedó abandonada y el acueducto porfiriano que atraviesa Xochimilco estuvo a punto de ahogar su historia. En el Maximato, la casa ya estaba en ruinas. Cuando el empresario de la seda Franz Richter adquirió la hacienda, la mayor parte de sus construcciones estaba destruida sin remedio, y lo que aún se conservaba necesitaba remodelaciones minuciosas.

Dolores Olmedo le compró la casa en 1962, y todavía quedaban muchas paredes sin techo. En la capilla aún se hallaba la mesa de sacristía, y las balaustradas de los pasillos le daban un aspecto de cadáver descompuesto a los senderos que separaban la casa grande de la capilla, el casco y los jardines. Allí se mudó Lola en 1964, y le hizo mejoras durante los siguientes 30 años.

Todos los días, ella salía a caminar por sus jardines a las seis de la mañana. Inspeccionaba el trabajo de su cuadrilla de jardineros y les pedía que arreglaran esta enredadera, que deshierbaran ese arbusto o que amarraran aquella buganvilia. Luego se cercioraba de que a sus patos, sus flamingos, sus xolos, sus venados y la vaca Jersey no les faltara alimento. Ella misma hacía la despensa de su casa: en las tardes tomaba su bolso, se dirigía al mercado, saludaba a todos y compraba jitomates, cebollas, plátanos, manzanas y sandías, porque le gustaba atrincherarlas en el frutero a modo de bodegón.

Doña Lola habitó el casco de la antigua hacienda hasta 1992, cuando decidió reacondicionar su vieja residencia para exhibir su magnífica colección artística. Al sur del nuevo museo se construyó una nueva vivienda que guardaba la misma faz estructural de la hacienda. En 1994, inauguró su nuevo recinto, y allí vivió hasta su muerte, en 2002.

Hogar constante, más allá de la muerte

En medio de la casa había un ojo de agua, luego hubo una noria y hoy se yerguen, serenos, unos naranjos. Luis Echeverría trató de comprar la colección que la habita por sesenta millones. Dolores Olmedo rechazó la oferta, porque solo la construcción de 30,000 m2, con sus vigas recuperadas de una casa del siglo XVI, su cocina recubierta de talavera poblana y sus extraordinarios jardines donde aún pacen xoloitzcuintles y pavorreales, valía el doble.

Esa casa adornada con roleos, cornisas, entablamentos, capiteles, gárgolas, balcones y una larga serie de ornamentos añadidos en sucesivas oleadas de tiempo, está rodeada de pinos, helechos, naranjos, magueyes, magnolias, hortensias, un ahuehuete y el pasto más lozano que se puede encontrar en la ciudad. Entre sus corredores techados y sus columnas de cantera, arquerías y balaustradas está el vaho puntual de la vida abrasada como copal, que extiende inmemorial el humo de su historia.

Su larga puerta de madera está coronada por una diadema de buganvilia, y tras ella una escultura de Lola Olmedo vestida de tehuana como en las pinturas y los dibujos de Rivera saluda sin cesar a sus invitados. Más allá, está la enorme cabeza de un Diego olmeca, con el ceño fruncido, el cabello engominado y los labios anchos. En medio de todo ese carnaval de la memoria, hace 500 años había un ojo de agua que no dejó de mover una noria.

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