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Miguel Ángel de Quevedo, defensor de los bosques

24 | 03 | 2021

El llamado “apóstol del árbol” dedicó su vida a la protección de los bosques y al cuidado de nuestros recursos forestales.

Se le atribuye a Alexander von Humboldt haber bautizado a la Ciudad de México, la todavía capital de Nueva España, “la ciudad de los palacios”. Cien años después, al despuntar el siglo XX, Alfonso Reyes le aplicó el mote hermoso de “la región más transparente del aire”. ¿Exageraba Reyes? Los paisajes diáfanos de José María Velasco vuelven improbable una hipérbole alfonsina en este caso. Mas la ciudad se transformó aceleradamente, perdió el azul, perdió el turquesa, y dejó atrás la edad de la inocencia para pintarse de gris y adquirir la textura del asfalto y el concreto. Ya para la década de 1950, en el ambiente urbano que es hogar de la novela de Carlos Fuentes, La región más transparente, y de películas como Los olvidados, de Luis Buñuel, la ciudad ha dejado de ser la capital lacustre fundada en el siglo XIV.

El tráfico y los arrabales crecen por doquier y la desecación de los antiguos lagos produce polvaredas anuales que fueron una característica notable de la capital mexicana durante una buena parte del siglo XX. Los últimos 70 años no representaron un cambio en esta tendencia y hemos echado en falta una urbanización de vocación ecológica y forestal. Precisamente debido a esta carencia es que los llamados “pulmones de la ciudad” como el bosque de Chapultepec, el bosque de Tlalpan, Xochimilco, los Viveros de Coyoacán o el Parque Nacional Desierto de los Leones se volvieron espacios tan valiosos en nuestros días.

Debemos estos tesoros en buena medida a Miguel Ángel de Quevedo, a quien suele recordarse como “el apóstol del árbol”, en quien muy bien pudiéramos también reconocer a uno de los primeros ecologistas del México moderno. Es posible que en su época Miguel Ángel haya encontrado pocos interlocutores, pero sus obras y su visión nos hablan a nosotros, apuntan directamente a nuestros problemas, y por eso es importante rememorar su figura. Si existe forma de recuperar nuestro azul y esa transparencia nuestra de antes, será a través de visiones como las de Quevedo.

Vivir para el verde y el turquesa

Germinado en el albor del Segundo Imperio Mexicano, Miguel Ángel nació en Guadalajara en 1862 de padres de noble alcurnia novohispana. Su ascendencia peninsular se remonta a los primeros españoles que buscaron su suerte en el Nuevo Mundo. Durante sus primeros años gozó de una educación excepcional; sin embargo, los arcanos de la vida convinieron la muerte violenta de ambos progenitores durante su adolescencia. Nos figuramos estas primeras estaciones quevedianas como una sucesión de desfiles militares y escaramuzas como merienda y almuerzo. Monarcas, reinas y peregrinajes —largos peregrinajes—, porque el mundo se ha hecho y deshecho caminando. 

Debido a la pérdida temprana de sus padres, Miguel cruzó el Atlántico en compañía de sus hermanos para trasladarse a Francia, donde su tío Bernabé de Quevedo los recibió en Bayona y se convirtió en su tutor. Custodiado por los bosques pirineos, en el joven comenzó a despertarse la curiosidad y la fidelidad por todo lo verde. Quevedo realizó sus estudios superiores en la Universidad de Burdeos y en la Escuela Politécnica. Conoció a Luis Pasteur y a Gastón Planté. Participó en la cimentación de la Torre Eiffel —lo imaginamos como una suerte de becario decimonónico— y, un día, maduro ya para tirar sus primeros frutos, el fresno que es Miguel Ángel regresó a México.

Con el título de ingeniero civil especializado en ingeniería hidráulica, Quevedo puso manos a la obra para aplicar todo lo que había aprendido a las necesidades de México. Su educación francesa le sirvió de anzuelo para seducir a un gabinete embelesado con el acento y la moda y la pâtisserie de las Galias. La administración porfiriana le encomendó sus primeros trabajos; el orden y el progreso demandaban el tendido de telégrafos y vías férreas, el trazado de avenidas y la construcción de puertos.

Gracias a las buenas relaciones que sostuvo con los diversos gobiernos en turno, Quevedo implementó varios programas forestales en el país. En 1908, Porfirio Díaz aceptó su propuesta para la creación de unas dunas artificiales en Veracruz, tal y como el propio Miguel Ángel las había visto en Argelia. Tras varios años de esfuerzos y paciencia, las dunas arboladas de Quevedo disminuyeron las tormentas de polvo, la fiebre amarilla y la malaria que antes habían asolado la región.

Entre otras cosas, Quevedo supervisó las obras del desagüe del valle de México y en ese tránsito vino a ser de la misma opinión que Humboldt: la deforestación exhaustiva de las montañas del Anáhuac era la causa de las inundaciones anuales que padecía la metrópolis. Al igual que el famoso viajero y naturalista prusiano, con sus recorridos por el país Quevedo comenzó a percatarse de las devastadoras consecuencias medioambientales que la modernidad estaba trayendo consigo.

Humboldt había descrito la capacidad del bosque para enriquecer la atmósfera con su humedad y su importancia para retener las aguas y evitar la erosión, y ahora que Miguel Ángel era testigo de los cambios que la actividad del hombre estaba produciendo en la naturaleza, sintió que debía tomar cartas en el asunto. Quevedo no había olvidado las enseñanzas de su maestro Alfred Durand-Claye respecto a la importancia del mantenimiento de anillos de bosques en las grandes urbes y la vitalidad del cuidado forestal en un territorio como México. La protección de estas zonas boscosas alrededor de la metrópoli era un elemento indispensable para que la ciudad fuera posible para las futuras generaciones.

Trabajó entonces en promover la creación de parques en la Ciudad de México y participó en congresos internacionales para poner a México al día en estos temas. En 1909 participó en la Conferencia Internacional Norteamericana sobre la conservación de los recursos naturales por invitación del entonces presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt. Este hecho fue importante ya que el mandatario estadounidense estaba interesado en la conservación de los bosques y durante su administración varias zonas boscosas y montañosas fueron declaradas parques nacionales en su país. Es célebre la visita que el presidente Teddy Roosevelt realizó a John Muir —una auténtica secuoya del conservacionismo norteamericano— en el valle de Yosemite hacia 1903.

Miguel Ángel adquirió una propiedad en el sur de la Ciudad de México —el rancho de Panzacola—, donde aplicó algunos de los principios y prácticas por los que pregonaba. Allí le dio residencia a algunos de sus árboles favoritos como el liquidámbar, el ahuehuete y el cedro blanco, y sembró algunos pinos y eucaliptos. Años después donó parte de estas tierras, y hoy son conocidas como los Viveros de Coyoacán.

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La Revolución no pasó sin dejar factura a la ecología mexicana. Francisco I. Madero estaba interesado en el proyecto de Quevedo ya que él mismo, habiendo estudiado agronomía en Berkeley, estaba familiarizado con el tema. Sin embargo, el bosque también padeció la fiesta de las balas; la aportación más importante de Victoriano Huerta en materia de recursos naturales fue desenterrar algunos árboles de la capital para trasladarlos a su rancho en Azcapotzalco. Pronto Quevedo apareció en una lista negra, por lo que el parlamentario del árbol tuvo que dejar el país para mantenerse en pie.

Regresó unos años después y logró que en la nueva Constitución se establecieran principios para la conservación de los bosques. Convenció a Venustiano Carranza para que el Desierto de los Leones fuera declarado como el primer parque nacional del país. En 1921 fundó la Sociedad Forestal Mexicana con el lema: “Es preservar la vida trabajar por el árbol”, desde donde encabezó varias campañas de reforestación y editó una publicación que trataba temas forestales.

Más tarde también encabezó el Comité Mexicano para la protección de las aves silvestres, pues la cacería indiscriminada y la deforestación estaban mermando su reproducción. El comité trabajó en la educación de los jóvenes realizando actividades de promoción y exposiciones fotográficas de las aves. En sus últimos años, Quevedo participó en el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas en el Departamento Forestal, de Caza y Pesca. La muerte lo alcanzó el 15 de julio de 1946, pero la raíz del fresno quevediano no se inmutó ni un poco, porque todo peregrinaje termina a la sombra de un árbol.

Los frutos de Quevedo

Si durante los primeros siglos de su existencia la Ciudad de México padeció las crecidas del lago donde se asentaba, después la vieja laguna sufrió con creces el desbordamiento de la urbe. Todo lo que es magno, todo lo que lleva el apellido de lo hiper, de lo mega, tiene su piso en esta ciudad. La explosión de la ciudad alcanzó y superó todo lo que nuestros predecesores se hubieran atrevido a imaginar. Y el anillo de bosques de Quevedo fue reemplazado por el anillo periférico.

A pesar de eso, Quevedo no fracasó en su empeño; hoy todos somos beneficiarios de su compromiso y de su centena de trabajos. Y, sobre todo, somos nosotros quienes podemos cosechar los frutos que él nos regalara para regresarlos a la tierra, adonde pertenecen, como nuestros cuerpos, porque la tierra es mentora de las respuestas que buscamos. Los ahuehuetes de Nezahualcóyotl en Chapultepec, los eucaliptos de Quevedo en Coyoacán, los olivos de los franciscanos en Tláhuac, son parte del patrimonio que necesitamos conservar y robustecer para tener algo valioso que heredar a nuestros hijos.

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