Paciencia, desapego y belleza: sobre los arrobadores mandalas de arenas de colores
Hacer mandalas de arena es, quizá, uno de los actos más sublimes de belleza, pero, sobre todo, es una práctica que nos invita a cultivar realidades alternas y navegar el tiempo de otra forma.
No sería raro que alguna vez en tu vida hayas visto un mandala de arena. Esta creación efímera es un ritual que se practica en algunos monasterios budistas (aquí su deslumbrante proceso de creación). Su significado, sin embargo, suele escapar a la lógica occidental. Podríamos decir, incluso, que la desafía, pues cómo es que algo tan hermoso que conlleva tantas horas de trabajo está destinado a ser literalmente barrido.
La magia que entraña el mandala de arena empieza con su forma y los símbolos que guarda. Este dispositivo es un ejemplo perfecto de la idea del inconsciente colectivo desarrollado por el psiquiatra y psicólogo Carl Gustav Jung. Para este suizo era posible acelerar el crecimiento personal si se prestaba atención plena a los elementos y figuras latentes en la psique, empezando con la creación de figuras esféricas.
Mandala, en sánscrito, significa “centro” o “rueda”, y es un arquetipo presente en todas las geografías del planeta. Pensemos, por ejemplo, en la Piedra del Sol de México o el yin y el yang de China. Su presencia generalizada permite intuir, de entrada, el poder que reside en la geometría sagrada que, a través de códigos, se manifiesta en toda clase de suertes de vida.
Cultivar el desapego
Los monjes pueden dedicar semanas a hacer un solo mandala de arena. Después de dibujar el diseño en una superficie plana, la empiezan a rellenar con arena de colores. Es un acto que, en esencia, conlleva una presencia plena e invoca la contemplación. El final de este arte es tan metódico como el principio. Trazan una serie de líneas rectas que desfiguran el mandala; los colores de la arena se vuelven uno antes de ser barridos por completo. Este ritual trata entonces de lidiar, de forma literal, con el apego que genera la existencia y, en lo metafórico, retratar la sustancia del budismo: la liberación de “la rueda de la vida” o del ciclo eterno de nacer, sufrir, morir y reencarnar. El mandala de arena es, en breve, la representación del tránsito de samsara a nirvana.
El simple acto de mirar cómo una belleza tan sublime se esfuma, causa incomodidad. Ni siquiera imaginar lo que eso supone para los creadores. El asunto es que en esa experiencia reside el más grande aprendizaje de esta práctica. De manera paradójica, aquello que nos genera sufrimiento, es el modo más puro que hay para liberarnos de él.
Es probable que nunca hagas un mandala de arena, pero sus enseñanzas se pueden traducir a cualquier plano de la existencia. Es preciso, por eso, recordar una cita del escritor Alan Watts, que años dedicó a difundir la filosofía budista: “Este es el verdadero secreto de la vida: estar completamente comprometido con lo que estás haciendo aquí y ahora. En lugar de llamarlo trabajo, date cuenta de que es un juego”. Encontramos aquí una invitación a no tomarnos tan en serio y a conectar con una idea más lúdica de la realidad. De alguna manera, el mandala de arena es un auténtico ejemplo de que el meollo del asunto no está en los hechos, sino en la forma en la que nos relacionamos con ellos. Así, las posibilidades creativas son infinitas y por eso, quizá, podríamos decir que este ritual encarna el verdadero arte “de ser humanos”.