Piedra sobre piedra: habitar Yucatán en el tiempo

07 | 12 | 2020

Las haciendas de Yucatán son lugares rebosantes de historia y de cultura, su propia arquitectura es testimonio de ello. A continuación realizamos un breve recorrido de algunos de estos mágicos lugares.

En numerosas partes de México los edificios que se han construido a lo largo de los siglos se han escrito sobre la misma página que otros asentamientos pretéritos. A menudo los nuevos constructores han echado mano de los mismos materiales y han heredado las mismas soluciones arquitectónicas que sus ancestros, adaptándolas a sus propios gustos y necesidades. En la capital del país, por ejemplo, los hallazgos arqueológicos nos han revelado una ciudad construida sobre los despojos de otra. Lo mismo ocurre con numerosas haciendas de Yucatán: las construcciones que conforman su conjunto habitacional y productivo se levantaron sobre otras variantes constructivas anteriores. La hacienda henequenera se construyó y perfeccionó sobre la que primero fue la arquitectura colonial y antes había sido asiento del esplendor maya. 

En la hacienda henequenera se repiten algunas soluciones básicas de la antigüedad, por efectivas, por longevas, y entretanto se aplican otras influencias, otros materiales, de acuerdo a los gustos y las modificaciones de la vida que los siglos traen consigo. Esto lo podemos ver por todos lados en las haciendas, que son un palimpsesto de granito y piedra caliza, un paraíso para los arquitectos y restauradores; un signo de interrogación para los historiadores, amantes de archivos; y un mundo de posibilidades para los escritores y cronistas: ¿cuántas historias, cuántas vidas, cuántos triunfos y derrotas se sostienen entre las trabes de un muro apuntalado hasta el cansancio?

Los antiguos mayas no estaban en la posición de importar mármoles de Carrara, disponían solamente del medio para sortear las inclemencias del medio mismo, la humedad, el calor, la carencia de fuentes de agua, de allí que sus fórmulas hayan sido retomadas a través de los siglos. En un territorio donde no existen ríos superficiales, los emplazamientos mayas se instalaron cerca de aguadas y cenotes. En otras zonas de Yucatán ni siquiera existen estas fuentes de agua. El “chultún” maya, suerte de cisterna calcárea, fue una solución que se encuentra en las ciudades antiguas como Uxmal y Kabah, en la región Puuc, donde el abastecimiento de agua era especialmente difícil y entonces se echaba mano de la captación de agua de lluvia en grandes pozos artificiales.

Las técnicas de construcción mayas se han perpetuado en los siglos y se han recuperado incluso en la actualidad. Tal como explica Blanca Paredes en Arquitectura de las haciendas de Yucatán, existe un alto grado de imbricación entre los sitios prehispánicos y los asentamientos humanos de épocas posteriores. Como ejemplo monumental de este fenómeno se encuentra uno de los pueblos coloniales más conocidos del estado de Yucatán, la ahora ciudad de Izamal, a medio camino entre Mérida y Chichén Itzá. El fastuoso templo franciscano de Izamal fue erigido sobre un basamento precolombino. Basta dar una caminata por la plaza, el atrio del convento y las pirámides en las inmediaciones para darse cuenta de que las estructuras mayas permanecen incrustadas en medio de la retícula urbana. Bien puede darse el caso de que una familia con domicilio a dos cuadras del convento viva enfrente de una imponente pirámide en la que despuntan, frondosas, las ramas de algunos árboles centenarios. Dependiendo de la antigüedad de la casa de esa familia, si se construyó hace unos años o quizás hace varias décadas, incluso pudiera darse el caso, muy verosímil por lo demás, de que ciertas piedras de sus muros provengan de algunos pedazos caídos del antiguo edificio. ¿Qué significará vivir en una casa cuyos bloques fueron tallados y cortados en una cantera cercana al pueblo hace varios cientos de años?  

La llamada pirámide “Kinich Kakmó, Guacamaya de fuego”, en las afueras de Izamal, sirvió como panóptico de la selva durante las refriegas y escaramuzas que dividieron a la península por más de medio siglo; desde allí, como cuenta Nelson Reed en La Guerra de Castas de Yucatán, se dominaba Izamal y se escuchaba uno que otro cañonazo. Esto ocurrió a mediados del siglo XIX. Ahora, si uno sube a ese edificio, puede apreciar un valle verde que se prolonga hasta topar con un cielo en el que surcan los aviones, la blanca cola al vuelo, en la ruta Mérida-Cancún. Los caleseros convertidos en guías de turistas rodean la pirámide una vez cada hora y, al trote de las herraduras, narran la historia de la “Kinich Kakmó, Guacamaya de fuego”, y su relato es una oración tropical. Entrada la noche puedes notar cómo, entre las piedras de la pirámide, brillan los ojos de una constelación de tarántulas.

En su novela Península, Península, el escritor de padres yucatecos Hernán Lara Zavala narra cómo,  a mediados del siglo XIX, la hacienda venía a ser una suerte de pueblo pequeño. Dentro de los terrenos de la hacienda vivían decenas de familias de la región, quienes levantaban sus casas tipo maya alrededor de la finca. En aquel periodo había apenas seiscientas mil almas en la península y la mayoría se dedicaba a la agricultura, la ganadería y al comercio; las “carreras profesionales” se encontraban en la milicia, el sacerdocio, la administración pública y el trabajo artesanal. Los mayas eran milperos y trabajaban en las labores de las haciendas. “Aunque el henequén no estaba en auge, muchas haciendas lo cultivaban para hacer sogas, costales y aparejos”, cuenta Lara. Desde entonces, la alimentación era un sello distintivo de la región; en la hacienda se comía chicharra, chaya con huevo, pepita de calabaza molida, chile habanero y relleno de menudencias.

Como los famosos viajeros y aventureros decimonónicos Lloyd Stephens y Frederick Catherwood ya habían observado, la edificación de muchas haciendas se hizo a partir de los materiales de construcción recogidos alrededor de los viejos edificios. Las ruinas mayas solían constituir una fuente de material inagotable, lo que muy bien detectó Stephens. Lo mismo ocurrió en algunas haciendas como Itzincab de Cámara y X-Kanchakán: todavía hoy el pasado de los códices está muy a la vista. En Itzincab una antigua pirámide maya fue aprovechada por los administradores de la hacienda como atalaya y almena; el edificio servía para vigilar todas las tierras que conformaban la hacienda, combatir conatos de incendio en los campos de cultivo durante el estiaje y establecer un sistema de comunicación a partir de señales de humo.

En X-Kanchakán, una hacienda construida a escasos kilómetros de la zona arqueológica de Mayapán, los constructores de la finca recuperaron algunas esculturas prehispánicas de una manera muy particular. En la fachada de la casa principal hay unas escaleras que conducen al portal de acceso; allí, empotradas a la pared, se encuentran algunas figurillas antiguas que fueron halladas por los habitantes del lugar durante la construcción del edificio. Esto no es de extrañar, estaban levantando una casa sobre los restos de otra. Unos hombres se van, otros vienen; la ceiba majestuosa frente a la arcada principal de la hacienda, ella sí perdurable, ella sí regia, ella sí verde, ha visto a muchos hombres y bestias nacer, trajinar y morir; ella, en cambio, sigue firme a base de dilatados suspiros.

En la época en que Stephens y Catherwood visitaron la península, cuando trajeron uno de los primeros daguerrotipos que se vieron en Yucatán y el doctor que los acompañaba, el Dr. Cabot, operó de estrabismo a numerosísimas gentes por toda la península, el propietario de la hacienda de X-Kanchakán era el presbítero José María Meneses. En esa visita por la región Stephens conoció Mayapán, presenció una vaquería jaranera y recorrió la fábrica de textiles, un tintal, un ingenio azucarero y un alambique para destilar el aguardiente, esto fue antes del estallido de la llamada Guerra de Castas y antes de que se impusiera el monocultivo del henequén. Nuestra ceiba, desde luego, vio a los viajeros partir.

Ya entonces eran evidentes las particularidades que hacían de la hacienda yucateca un sistema de vida reacio a las comparaciones. Con todas estas visiones uno bien podría pensar que es víctima de una alucinación, pero basta recordar que uno es habitante de una tierra llamada México para aceptar el asombro como vida cotidiana. 

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