Reivindicación de la cobija

28 | 07 | 2022

Esta segunda entrega de la serie Esto no es una cosa, describe cómo una abrigadora manta puede salvarnos cuando nos sentimos abrumados en un mundo vertiginoso.

La cobija no goza de buena reputación en estos tiempos tiranos de la vida eficiente y del entretenimiento forzoso, en la que no hacer nada productivo —como echarse una siesta o caminar a la deriva— ni recreativo podría tener un costo moral, incluso social y económico.

Vivimos en una era en la que las cobijas, las siestas, las distracciones, los paseos fortuitos y cosas por el estilo están normalmente mal vistos por la sociedad del consumo y, también, por nosotros mismos. Se debe aprovechar cada minuto libre para responder a un mail del trabajo o a un wasap, para revisar ese documento que se nos quedó pendiente, o para ver una película premiada. “Rentabiliza cada instante porque la vida es corta y sácale jugo a cada momento”, es, en ocasiones, un mandamiento subyugante.

Cuando yo era niño, admiraba a un tío sacerdote jesuita. En su viejo y austero Valiant blanco nos llevaba, improvisadamente, de paseo a bosques o arenales, a balnearios que ya habían pasado sus mejores días, a jugar frontón, al estadio de futbol y campos de entrenamiento para ver a las Chivas. Era de esas personas que, si veía una roca en medio de la calle o una cáscara de plátano en la banqueta, se detenía para quitar del camino esos obstáculos que podrían causar daño a un futuro automovilista, ciclista o viandante. Él nunca tenía prisa, o eso me parecía.

Para mí, ese tío pertenece al club de la cobija. Además de aquellas virtudes, él diario se echaba una siesta después de la comida. En casa pedía una manta prestada y alguna cama o sillón libre. Su siesta normalmente duraba solo 15 minutos. Yo trataba de imitarlo, pero era un niño inquieto que siempre quería salir a jugar, y nunca aprendí a echarme una siesta como Dios manda. Luego, ya adulto, intento sestear, pero con un inevitable sentimiento de culpa por “desperdiciar” mi tiempo utilitario.

Sin embargo, ahora levanto mi cobija como bandera de la paz —o de huelga— ante estos tiempos acelerados, consumistas y eficientes. Y pido licencia para unirme al club de la cobija.

La cobija me recuerda que no me agobie por no quererme perder de nada, o por estar al día, o por cumplir con todas las tareas y expectativas. Me dice también que mejor sea consciente de mis limitaciones. “No podemos abarcar todo, eso es un espejismo de internet, de la globalización, de la publicidad”, me explica la cobija. “¡Ya hasta parece una obligación ver la serie del momento en Netflix, para comentarla con colegas del trabajo u otras personas al alcance!”, exclama.

Ella, en cambio, me invita a dedicarme a labores no remuneradas y sin compromiso social, a reencontrar la simple alegría de existir —esencia de la infancia—: contemplar nubes, mariposas, hormigas, caracoles; caminar al aire libre; echar la siesta a pierna suelta a mitad de la jornada. Mandarlo todo a volar, que falta hace a veces.

La revolución de la frazada

Saquemos la cobija, envolvámonos en ella y perdamos el tiempo por un rato, que, por paradójico que parezca, eso es ganar la vida. El devaneo y el ocio son también posibilidades de creación y descubrimiento, pero sin proponérselo a consciencia. Se trata de no hacer nada, de solo estar. De placer y disfrute. Incluso de reflexionar.

Es que, caray, terminamos con una cosa y ahí vamos corriendo por la otra, como el hámster en una rueda. No nos detenemos a pensar —o a no pensar—, ya que esto de pertenecer al club de la cobija parecería un acto de rebeldía y desobediencia. Y, si acaso lo es, pues es momento de que estalle una revolución de la frazada.

La cobija es un refugio contra la aceleración. Una pausa a la vida vertiginosa. Un llamado a la vida lenta. Mi hijo, cuando lee por gusto, se envuelve en una manta; cuando juega Nintendo, arroja la cobija al suelo, suda, se acelera sin moverse demasiado. El videojuego —adrenalina pura— lo tiene ocupado, no le permite aburrirse; y me dan ganas de ponerle una frazada encima, para que se relaje un poco, para que se desenchufe.

La cobija no engrasa la máquina del consumismo. ¿La oxida? Creo que tampoco. Pero, quizá, reduzca su velocidad. La frazada, reitero, es también una bandera de huelga. ¡Basta! ¡No queremos sentirnos siempre acosados por el apuro! Cobija en mano, rompamos esa espiral de la productividad. La vida también es sobria, simple; retornemos a lo elemental, al cuerpo, a sus percepciones y a los sentidos; quitémonos los auriculares y la pantalla, escuchemos y veamos el silencio del bosque, a los pájaros, el oleaje del tráfico en la ciudad…

En sus primeros años de vida, mis hijos llevaban cobijitas personales. Sus “Dodo”, como las llamaba su mamá. Eran sus protectoras, sus capas de superhéroe. Se acoplaban a sus cuerpos. Las usaban hasta que se hacían transparentes, se llenaban de agujeros, desaparecían. Eran cobijas mágicas contra todos los monstruos de este mundo; contra la nictofobia, ese irracional miedo a la noche y la oscuridad. Eran una cosa sagrada. Pero la cultura de la eficiencia se las ha querido arrebatar.

Ondeando la cobija, vayamos afuera pero a ningún sitio en concreto, sino a sentir el frescor después de una lluvia, el delicado rayo de un sol invernal, el amor; liberémonos por momentos de responsabilidades sociales, familiares, profesionales, amicales; y que las prisas no nos quiten el privilegio de cubrirnos con una suave y curtida frazada.

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