El amor y la memoria

El amor y la memoria: dos parejas del arte

14 | 02 | 2023

El arte es una forma de la memoria. Hay parejas de artistas que encarnan este vínculo especial entre el amor y la memoria.

Hace tiempo abandonamos la idea aristotélica de que el alma reside en el corazón, y que la memoria es una facultad del alma. Pero todavía la conservamos como una metáfora velada por el hábito. En el español, esta asociación apenas es un discreto residuo etimológico. Si miramos su raíz latina, el “recuerdo” se define como la insistencia (prefijo re-) del corazón (cordis) en el pasado: es una repetición obstinada de las cosas de la memoria y de la intensidad de sus entusiasmos. Re-cordar: fijar el tiempo en el corazón hasta fundirlo con él. Pero en otros idiomas, el vínculo es más obvio. Aprender algo by heart o par cœur es tenerlo incrustado tan hondo en el recuerdo que su evocación es vital. 

Aunque en nuestro idioma no son  obvios, los símbolos de este vínculo tienen la misma riqueza de significados que se adivina en inglés: reservamos para las cosas que llegamos a amar con el alma un espacio imperecedero y estelar de la memoria. La forma más enérgica de amar (también de odiar) es hacerlo de corazón: es amar sin olvido, amar en un espacio sin bordes, ser fiel a la memoria del amor y amar tanto que la adoración no se atenúe a la distancia, que la añoranza del objeto del amor no condense el delirio. Amor con empeño temporal, el amor y la memoria.

Hay entonces una forma más encumbrada de decir “te amo” que casi refuta la sospechada inefabilidad del amor: I love you by heart, je t’aime par cœur, te amo de memoria.

Amor y memoria y arte

A su vez, el arte es una forma de la memoria, en la medida en la que una terca ansia de atemporalidad lo mueve. Por vanidad o un genuino sentido de su crédito social, todas las obras quieren cavar su nicho en el tiempo para superar su inmanencia. Quieren ser tótems, objetos de fascinación cuyo enigma se alimente de una pregunta siempre renovada por su origen. Las obras de arte quieren escapar de su tiempo seminal para ser arte; quieren ser arte para no arruinarse con la decadencia de la inventiva que las concibió. Con entusiasmo amoroso, anhelan rebasar sus límites. 

Hay un arte que se construye esta duración de un modo más obvio: en él, la constancia del tiempo es la extensión de la ceniza enamorada que, como en el poema de Quevedo, le perdió el respeto a la Ley Severa de la muerte. Es un arte amoroso, que se construyó para celebrar su origen. Arte que nombra el amor y la memoria del tiempo, pero sin recrearlos; que habla de un amor reducido a un anhelo postergado por siempre.

Frida Kahlo y Diego Rivera

Diego Rivera y Frida Kahlo vivieron juntos por veinticinco años. Se casaron y se divorciaron dos veces. Su relación era abierta, pero aún se regía por una ley de la honestidad, la franqueza y la devoción que pocas veces respetaron. Sus infidelidades variadas y las cansadas reconciliaciones que cometieron y convocaron fueron tan constantes, que es muy fácil convencerse desde afuera de que su relación fue apenas un encadenamiento de deslealtades que ambos ofrendaban a su inventiva. 

Su amor se nutría de distancias equilibradas: una cercanía estimulante opuesta a una distancia que construía empeño. El lugar común de ellos era sus bordes fijos: había allí un muro que no traspasaban, pero a través del cual podían escucharse si gritaban alto. Nuestro lugar común en relación con ellos es esta expresión: “no podían alejarse, pero tampoco podían estar juntos”. La casa-estudio que Juan O’Gorman les construyó en San Ángel, con sus edificios separados (un simulacro de la Casa Azul y un homenaje obrero) y su puente vinculante por el que pocas veces transitaron, fueron la mejor salida de esta proporción dispar. El arte de su amor fue una memoria excitada por la postergación, un deseo retardado para no atarse, una barrera contra el olvido. 

Manuel y Lola Álvarez Bravo

Manuel le enseñó a Lola el único matiz del oficio que no puede ser innato: los procedimientos mecánicos y químicos de la fotografía. A lo mejor le habló de los andamios artísticos que se emplazan en el lugar de la intuición primitiva y la vista desnuda: la regla de los tercios, la proporción áurea, las distancias focales… Pero no le dio sus ojos. No miraban lo mismo.

Los retratos de Manuel siguen un juego de rechazos: sus modelos se cubren la mirada, cierran los ojos y miran a otro lado en el momento de la captura. Muy pocos le sostenían la mirada: los que lo hacen, entornan los ojos de ofuscamiento, o fruncen el entrecejo pétreo para aceptar la lucha de estatuas. Sus modelos se petrifican de vértigo temporal. La humanidad en su fotografía es hostil a su imagen. Pero no se resiste tanto a la cámara, como a la ironía del tiempo fijo, que más tarde va a regresar para reírse de su declive. Ellos desvían la mirada o se enfadaban con el fotógrafo, porque su cámara insistía que sus tiempos de exposición no eran más breves que la vida transitoria.

Lola también quería ver la mirada, peor buscaba en ella una desdicha que escapaba a su fotografía. No hería a la vista de las otras con su honestidad. Tampoco hacía más grande su herida, pero menos la sanaba. En todo caso, la aislaba para exponer las magnitudes de sus angustias. Al contrario de Manuel, no quería que la vieran. Prefería ver esa mirada despojada de esmero que adoptamos cuando las cosas del mundo eclipsan nuestras certidumbres. Sus modelos no miraban a la cámara ni a las cosas de este mundo. Miraban adentro las que no se ven.

Frida y Lola

En una de las fotografías de Lola, Frida Kahlo se enfrentaba a un espejo, pero bajó la mirada. Veía su mano, para tocar las yemas de la otra Frida. Descubrió así que era su propio reflejo, que fue ella la que vivía al otro lado de la O de Pinzón. En una de las fotografías de Manuel, una mujer busca su rostro en la penumbra del vano. Quiere recordar su reflejo. En la de Lola, el retorno renueva la mirada; en la de Manuel, la disuelve. Frida remonta el tiempo, la “hija de los danzantes” disfruta su infinito veloz. La de él anticipa el pasado, la de ella rememora el futuro. En ambas, hay superposiciones temporales. Habitan los mundos que no fueron y no serán, los del deseo dilatado.

Pero ambos confluyen en una certeza. La de que los tiempos raros donde se arraigan sus imágenes son tierra fértil para construir una memoria fija, inmune a toda distancia temporal y espacial.

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