El que tiene mucho cede y el que tiene poco recibe

por: Cristina Díaz

19 | 04 | 2020

Los árboles usan su propio método de comunicación; no son individuos que crecen por su cuenta con el fin de ser los más exitosos. Más bien, son parte de una red que está en constante interacción, donde la colaboración es lo primordial.

Suzanne Simard

Desde niña, me ha gustado observar y contemplar los árboles. Sentía una gran necesidad de estar entre sus brazos, sentir correr el viento sobre mi piel y cómo se deshacían mis cabellos. En ellos viví muchas aventuras. Aún recuerdo cómo podríamos construir barcos, nubes, castillos, lugares tenebrosos y mundos inexistentes bajo su sombra o entre las copas de los pirules, pinos, olivos, cedros, aguacates, cerezos, duraznos y tantos árboles que han acompañado mi existencia.

Cuando recorro largas distancias, me gusta admirar los árboles y descubrir nuevas especies. Me fascina tocar sus ramas y hojas, sentir la textura de sus troncos, escuchar el sonido de sus hojas y saborear sus frutos. A veces cierro los ojos e imagino qué se cuentan unos a otros, cómo escuchan el canto de las aves, cómo reciben la luz del día, cómo aman las gotas de la lluvia y el resplandor de las estrellas.

Otras veces, leo sobre ellos. Así conocí el trabajo de Suzanne Simard, profesora de ecología forestal en la Universidad de Columbia Británica, en Canadá. Es una científica rigurosa que afirma: “Las plantas interactúan y se comunican a través de una red subterránea de hongos que las conecta con el ecosistema circundante. A través de esta simbiosis, las plantas pueden contribuir al desarrollo y crecimiento mutuo y ayudar a los diferentes ejemplares del bosque”.

Entre todos, los árboles crean un clima local equilibrado. Cada uno es importante para la comunidad, y el bosque actúa con un bienestar colectivo. Cuando un árbol enferma, los demás le proporcionan los nutrientes necesarios para que sane. No existe la competencia en sus raíces ni en sus copas; por el contrario, el que tiene mucho cede, y el que tiene poco recibe.

Los árboles madre permanecen en contacto con los árboles jóvenes para alimentarlos a través de sus raíces. Les envían nutrientes y azúcares como si los amamantaran, y sus copas los cubren para dejar pasar solo la luz que requieren. Los árboles más longevos protegen a los demás, los acompañan y comparten con ellos la sabiduría adquirida a lo largo de su existencia.

Muchos botánicos sostienen que en las puntas de las raíces, los árboles tienen estructuras similares a un cerebro. Hoy se sabe que poseen memoria y que son capaces de registrar y distinguir el ascenso de las temperaturas en primavera de su descenso en otoño.

Pensemos en el bosque como un todo. Reflexionemos sobre este gran organismo, que podría perder su vitalidad, equilibrio dinámico y resiliencia. Debemos y podemos preservarlo ante el escenario inestable y cambiante al que está sometido. Reconozcamos su sabiduría y aprendamos de su generosidad para cuidarnos los unos a los otros.

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