Los mayas y los eclipses

Los eclipses y el tiempo para los antiguos mayas

04 | 10 | 2023

Los eclipses eran señales aciagas para los mayas, porque con ellos confirmaban la terrible y cíclica naturaleza del tiempo.

El próximo 14 de octubre, una gran parte de la península de Yucatán vivirá un eclipse solar. Sabemos de sobra que tanto los eclipses de sol como los de luna eran particularmente significativos para los mayas precolombinos. El maayat’aan contemporáneo todavía conserva algún rastro de la turbación que asaltaba a esos antiguos habitantes de la península cuando presenciaban uno de estos fenómenos. El nombre con el que esta lengua designa a un eclipse solar es “Chi’ibil k’iin”.

A esta palabra la componen dos vocablos: “Chi’b”, que quiere decir “morder”, y “K’iin”, que significa “día”, “tiempo” y “sol”. La imagen que dibuja esta palabra es vívida; en el Chilam Balam está su expresión más descarnada:

Y fue mordido el rostro del Sol. Se oscureció y se apagó su rostro. Entonces se espantaron arriba. “¡Se ha quemado! ¡Ha muerto nuestro dios!”, decían sus sacerdotes.

Tiempo de eclipses

Aunque los miembros de las clases ilustradas (sacerdotes, gobernantes) conocían las armonizaciones celestes que provocan los eclipses, e incluso habían llegado a cronometrarlos con mucha precisión, no sentían menos desasosiego que los macehuales (los de a pie) cuando el sol meridiano se ensombrecía. A ellos no los turbaba la derrota de la luz, sino su símbolo atroz. El desamparo del sol, la tiniebla fortuita, les recordaba a los sacerdotes mayas las severas rondas que da el tiempo. La acritud de la noche los arrobaba con la promesa de la vuelta de miserias ya vividas. En la noche precipitada, recordaban que el único cimiento de la vida está en las ruinas del pasado y que las medidas del tiempo son despiadadas. Los eclipses eran una confirmación infausta de que pronto volvería el tiempo de la ruina.

Sucedían los eclipses, y los mayas precolombinos comprobaban que los resplandores del día no son eternos. Que la noche, la miseria, la muerte son necesarias, para que sus contrapartes nazcan otra vez. Sucedían nuevos eclipses, como habían predicho los sacerdotes: era seguro que también vendría la noche larga, llegarían los dzules a enseñar el miedo y a marchitar las flores, para que la suya viviese. Hoy sucedió otro eclipse: mañana caerán las empalizadas de nuestro hogar, como luego fue predicho.

Eclipses Códice Dresde

Fragmento de tabla calendárica en el Códice Dresde, con la que se podían predecir los eclipses.

 

El tiempo de los mayas

Los mayas precolombinos no representaban el tiempo como una sucesión lineal de acontecimientos azarosos. No estimaban, como el Génesis, que su serie comenzó un día sin Día cuando Dios conjuró la luz para tratar de remediar el tedio que le provocaban las tinieblas de su Creación. Mucho, mucho menos creían que el tiempo se desliza implacable a su linde apocalíptico, en el que todas las vanidades y pavores que lo encauzan serán juzgados para decidir el destino de la inconsolable humanidad.

No creían, como ahora lo hacemos, que el tiempo pasa de largo, con su continuo estupor de oportunidades malgastadas. Creían, en cambio, que es periódico, y que está colmado de repeticiones cadenciosas. Que está atado a una noria infinita y se compone de otros tiempos menores. Que repite los mismos destinos en cada revolución. Sabían que el tiempo pasa y vuelve a pasar y se marcha, como las cosechas y los días. Dice el Chilam Balam: “Toda luna, todo año, todo día, todo viento, camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud, como llega a su poder y a su trono”. Van y vienen las estirpes, se erigen y caen los imperios en los rodeos implacables de los años. Eso era para ellos el tiempo: una ronda larguísima, una marcha cíclica que repetía con cada vuelta un mismo cúmulo de eventualidades y desconciertos.

El tiempo, los días, las noches

Las fatigas de la noche y el sosiego del alba les servían a los mayas precolombinos para explicar las rondas del tiempo. No calcularon sus idas y venidas, y no midieron sus cadencias: las cronometraron, es decir, contaron los días que le toma al tiempo repetir sus hados. Entendieron el concierto severo y armonioso con el que se suceden la luz y las tinieblas, la victoria y la derrota, la dicha y la miseria, el anhelo y el hartazgo. Descubrieron la medida de los ciclos que vuelven a traer días de esplendor, tiempos de bonanza y de paz como los de las horas solares. Sabían que hay tiempos para sembrar, tiempos para recoger la cosecha, tiempos para quemar la tierra y tiempos en los que nada pasa y hay que aguardar un nuevo inicio. Que hay tiempos de sollozos y tiempos de canto.

También sabían que esos días, esas noches, esas fases toman turnos, no se atropellan. Pacientes, esperan su señal para unirse a la gran cadencia del cosmos; cuando llega su hora, extienden su hábito en el cielo y dictan la suerte de todo lo que está bajo ellos. Pero cuando su partida acaba, no protestan: se van veloces, como arribaron. Los antiguos mayas tenían por cierto que aquí abajo nada podemos hacer para dilatar esos oleajes.

El tiempo de las profecías

De todo ello dan cuenta sus profecías. Los vaticinios que allí plasmaban no eran augurales; eran inductivos. No adivinaban lo que estaba por venir: conjeturaban lo que volvería a suceder. Sus presagios no eran epifanías de los hados que el Creador dictó al principio de la línea: más bien, era la fe de que todo lo que antes sucedió a intervalos regulares seguirá haciéndolo, cuando se cumplan sus plazos, y tendrá las mismas derivas, aunque variarán sus protagonistas y sus ámbitos.

Habían observado que grandes cataclismos acontecían, por ejemplo, cuando volvía el octavo de los trece katunes con los que computaban el tiempo largo. Chichen Itzá fue abandonada, y los itzaes migraron a Chakán-putún, en los tiempos de este katún. La ciudad  dejó de ser su hogar (928-948), y con ello, “vinieron a vivir bajo los árboles, bajo la ceniza, bajo su miseria”, cuando la rueda giró trece veces, y de nuevo regía el katún 8 ahau. Después fueron dispersados de sus casas por segunda vez, por el “pecado de palabra” de Hunaceel, “para darles el entendimiento” (1185-1204), y su peregrinaje inició en el mismo katún. Vagaron cuarenta años, y vinieron a conquistar las tierras amuralladas del Mayapán. Pero en el siguiente 8 ahau (1441-1461), ellos mismos derrumbaron esos muros, para descargar el poder corrompido que en el interior de la ciudad se había acumulado.

Entonces arribaron al Petén, y ahí aguardaron, hasta que la rueda urdió los tiempos de cambio. Tayasal, el corazón del Petén, cayó en manos de Martín de Urzúa, el 13 de marzo de 1697. Faltaban 137 días para que llegara el siguiente katún 8 ahau (1697-1717).

Nuestros tiempos

Los eclipses les parecían hitos espantosos a los mayas precolombinos de a pie, porque contradecían el rigor que le habían atribuido a las rondas del tiempo. Por su parte, los sacerdotes y los gobernantes veían en ellos una confirmación espantosa de la  naturaleza cíclica del tiempo, que es terrible en la repeticiones de sus caudales fatídicos. La noche fortuita era tan pavorosa para todos los mayas de la antigüedad como el derrumbe de todas las certezas que cimentaban las rutas de sus días. Que la oscuridad engullera el rostro del sol significaba la inminencia de la penuria y la desdicha, como los cielos encapotados preceden al huracán, y las tinieblas de la tarde anuncian el frío de la madrugada.

Esa forma de percibir el tiempo no nos parece ajena. Aún sentimos que algunos de nuestros tiempos fundamentales giran y se renuevan en diferentes plazos. Por ejemplo, tenemos la sospecha de que los años despliegan ciclos precisos: el verano es el descansillo de la rueda,  los arreboles de octubre son también los del año que declina, enero es una catarsis, el mes de nuestro cumpleaños es el inicio de una nueva etapa vital. El tiempo empieza otra vez con las vueltas año. Nos parece que el tiempo no se apila en ellos: se concatena en una espiral vertiginosa. Con toda probabilidad, eso explica una parte de la fascinación que aún sentimos por los eclipses. Su espectáculo nos inocula una pregunta estremecedora: ¿Me alcanzará la vida para vivir otros eclipses?

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