Miniglosario del zapato
por: Salvador Ponce Aguilar
11 | 08 | 2022
Si no tuviéramos puestos los zapatos, nos caeríamos al cielo de cabeza. Los zapatos nos mantienen con los pies en la tierra, pero también nos previenen de pisarla. Muerden el polvo que, de otra forma, terminaría entre nuestros dedos. Nos evitan las penurias ancestrales del suelo, con la consecuencia de que ya no podemos andar descalzos ni una cuadra. Y es que el concreto caliente o helado de las urbes demanda el uso de calzado.
Los zapatos son artículos para el uso cotidiano de las calles: hacen el trabajo sucio, su esencia es la utilidad. Nos los quitamos, nos los ponemos, los boleamos, les atamos las agujetas, los mandamos a remendar. Pero, como a menudo renegamos de lo que es puramente práctico, gozamos también con su adorno y aderezo. Si las suelas transportan inmundicias de un paradero a otro, ¿por qué no equilibrar la situación de las botas con lengüetas de cuero bruñido y hebillas argentinas?
Como resúmenes de nuestro cuerpo, los pies son objeto de remedios y ornamentos que deben observarse rigurosamente. Tenerlos un poco descubiertos denota cierta desnudez, de manera que el calzado es un vehículo privilegiado de la suma de nuestras inclinaciones, y probárselos conlleva cierta sensualidad. Por este truco de los pies, la necesidad del calzado se convierte en un capricho del cuerpo. Y desde hace siglos existen artesanos que ofician el rito de su confección.
En inglés, al artesano zapatero se le conoce como shoemaker. Un poco más en desuso, pero aún vigente, camina la palabra cobbler. La diferencia entre ambos vocablos parece ser una sutil distinción que en español no es tan ostensible: shoemaker es quien elabora zapatos y cobbler, quien los repara. En español, el zapatero remendón se encarga de ambas labores. Como en otras esferas de la economía, esta diferencia de léxico guarda una celosa relación con las finanzas del gremio del cuero y la agujeta.
La industria del calzado
Los zapateros son cuestiones tan serias y redituables en el mundo anglosajón como para figurar en las conversaciones parlamentarias. En un alegato digno de los mejores mocasines aflecados, el viejo orador lord Shinwell se preguntaba si acaso, en el nombre del cielo, era preciso “nacionalizar a esa gente que de vez en vez repara y remienda nuestras botas y zapatos: the cobblers”.
Nótese la pujanza de la industria británica del calzado en la ductilidad de su léxico: donde Shinwell se refiere al acto de poner una suela como to sole y al de colocar un tacón como to heel, nosotros nos acogemos al vocabulario heredado del alarife y el sastre: reparar y remendar. El uso de estos verbos en inglés y la frase de Shinwell también denotan una práctica cada vez menos frecuente: la de acudir al zapatero remendón.
Los zapatos, antes signo de pompa y aristocracia, también han probado los tragos dulces y amargos del mercado. Tener zapatos dejó de ser un lujo. En otro tiempo, las nupcias de los reinos se jugaban en el calce de unas zapatillas abandonadas al son de las campanas. Más de una revolución sobrevino por unos zapatos, y más de una zapatera se arrebató como botín de guerra. “Indio pata rajada” es una injuria basada en el origen étnico de la persona y sus carencias económicas: es una ofensa que señala enfáticamente a un individuo tan pobre como para no tener zapatos, cuyos pies se maltratan por su contacto con el monte.
Los zapatos pasaron de ser un índice de progreso e igualdad a convertirse en la quintaesencia de los domingos de shopping. Nada como comprarse los mismos tenis que usa nuestra estrella del momento, ídola de pies inmaculados o tobillos prodigios del deporte.
Los materiales con que se elaboran los zapatos son cada vez más sintéticos, y su fabricación ha migrado de Celaya o Chelsea a lejanas provincias asiáticas. Los botines o brogues ceden terreno a los sneakers, en general, o a los especialistas tipo training, running o hiking. En la tradición mexicana, el original huarache sirve para todos estos propósitos, como lo testimonian ciertos corredores de la Sierra Madre Occidental. Los rarámuris entrenan, corren y hacen senderismo con el mismo par de huaraches primigenios y prácticos.
En México, el oficio del zapatero es aglutinante. Lo que para los británicos es objeto de diversas industrias, aquí puede condensarse en un solo oficio. Los zapateros hacen las veces de boleros, y si también fabrican cinturones y carteras es porque estos artículos pueden hacerse de cuero. Antes de la conquista de América, los huaraches purépechas se fabricaban con materiales como algodón y agave; luego, se usó piel de ganado. Esto nos remite al origen animal de los zapatos.
El cuero es el material más antiguo y duradero para elaborar botines. Lo que el papel es al libro, el cuero es al zapato: su materia prima por defecto y excelencia. No hay en ellos otra elegancia más concisa. Incluso, libro y zapato comparten haber viajado sobre pieles animales. La primera aventura de un libro se cuenta en su encuadernado; la expedición completa de un zapato cabe en el desgaste de su suela.
Para ir más allá, podemos decir que libro y zapato nacieron en el mismo lugar. La palabra cordwainer —un vocablo más para el relicario del inglés— solía referirse a un tipo específico de artesano: quien trabajaba el afamado cuero cordobés: cordwain (cordobán), curtido con pieles de cabra o caballo en esa antigua comarca del califato andalusí. Este artículo de lujo era predilecto para fabricar las chinelas de las hijas de los lores de Oxfordshire.
En la Córdoba mudéjar también existió un barrio de pergamineros, junto al barrio de los drogueros, donde se producían las tintas. No muy lejos, podemos imaginar a un zapatero morisco cortando unas alpargatas. Así, tanto el amanuense toledano que compraba pergaminos para sus estudios como el marinero lisboeta que buscaba botas para su periplo nipón podían, en Córdoba, comprar dos cortes de la misma cabra. Dividiendo fuerzas, el ganado caprino abarcó todo el globo y sus trabajos.
Finalmente, hay que decir que toda crítica moral comienza por la crítica de los zapatos. La frase “ponerse en los zapatos del otro” ha permeado con demasiada displicencia el catálogo de nuestros dichos cotidianos. La expresión se ha vuelto tan común que hemos perdido de vista las dificultades que nuestros pies pueden tener al intentar esa tarea prometeica. Cada zapato es una selva microscópica y su morfología puede revelar la travesía en que se han empeñado.
Ponerse los zapatos de alguien más es arriesgarse a que nuestros pies se introduzcan a ciegas en una cueva acordonada, o se alojen en una casa minúscula con plantillas en vez de alfombras. Al intentar la empatía o la compasión, nos arriesgamos a tropezar como Tontín; o bien, a caminar contra natura como las doncellas chinas del imperio. Rara vez podemos realmente ponernos en los zapatos de los demás con todas las implicaciones que esta mímica conlleva.
La empatía y el entendimiento no son gratuitos: los dedos y talones de cada quien son particulares, por más que existan las hormas. Ponerse en los zapatos de alguien más no es tarea de todos los días; es casi como acudir a una pasarela sin que nadie trastabille. Con todo esto, sólo quiero sugerir que, tomada en serio, la sentencia de ponerse en los zapatos del otro es una verdadera promesa de civilidad. Y el primer acto de urbanidad es bolearse los botines.