Mirada cinematográfica

La mirada cinematográfica: el movimiento y la calma

27 | 01 | 2023

La mirada cinematográfica sedujo al fotógrafo Manuel Álvarez Bravo. En los años 30, filmó un ensayo visual: “Disparos en el Istmo: Tehuantepec”.

Manuel Álvarez Bravo retrató a Sergei Eisenstein descansando en un sillón. Parece que el cineasta no mira a un espacio cercano de la habitación donde aguardaba, sino a la marialuisa que enmarca la imagen. Se desplaza de su asiento a un espacio eterno, donde vive como superficie, luz y tacto. Allí es instancia de esa mirada tenaz que se fija en su presencia como imagen total. Así también vio el paisaje mexicano para obligarlo a mostrar su pasado, sus costumbres, su flora, sus artes, sus animales, sus delirios, sus secretos, sus miserias y su orgullo. Podía mirar lo que no podía verse. La foto contiene eso: la mirada cinematográfica.

Las piernas de Sergei se descubren sin ninguna reserva, pero no son hospitalarias: más bien se repelen, contagiadas por la batalla que abajo los zapatos libran entre sí para imponer sus rumbos contrarios. Las manos reposan en su estómago inflamado de glotonería, y el tronco empachado se inclina a la izquierda, para aprovechar el derrumbe del sillón. Los brazos forman un triángulo plástico con el rostro: equilibrio móvil, fuerza serena. Pero los ojos escapan del cuadro. No miran un espacio aledaño que se disolvió para nosotros en la distancia focal. Su mirada es otra cosa: la contemplación del tiempo preciso en el que Manuel Álvarez Bravo lo fotografió.  

En esta fotografía se resume la incursión del fotógrafo mexicano en el cine. Su relación con el ruso lo marcó para siempre. Aquí esa historia como el guion de un filme diminuto.

 

La imagen 

Manuel Álvarez Bravo bosquejó en esa fotografía el extrañamiento de la mirada cinematográfica que Eisenstein habría de fijar en ¡Que viva México! Para aquella película, el director ruso se mudó a este país en diciembre de 1930, en compañía de Grigori Aleksándrov y Eduard Tissé. El matrimonio Álvarez Bravo recibió al grupo en su casa y organizó una posada para darle la bienvenida. En esa ocasión, Manuel disparó la memorable fotografía de Eisenstein, y se amistó con él. Por eso pudo acompañarlo a varias de las locaciones donde filmó el larguísimo metraje de su cinta malograda. 

Cuando Eisenstein debió regresar a la URSS, acusado de deserción, Manuel quiso aligerar su carga: con el dinero que había ganado en un concurso de fotografía que organizó la Cementera Tolteca, les compró a Eisenstein y a Tissé la cámara de cine con la que habían trabajado

Con ella, revisitó Tehuantepec, una de las paradas del filme, para ensayarse en la mirada cinematográfica: quería reconocer la imagen móvil, que, a diferencia de la fotográfica, no petrifica, pero condena a sus objetos a un eterno y sentido retorno. 

Allí filmó en picada la marcha de las mujeres que acudían al mercado. El viento arreciaba en el istmo, y las faldas de estas mujeres se agitaban como banderas cuando cargaban sus cestos con frutas y flores. En la mañana, las veía cargar leche en grandes tambos de metal que cubrían con paños negros. Por las tardes, las encontraba remendando esos paños bajo la sombra de una palmera. Le divirtió que algunas, para evitar que las juzgara por no llevar las manos ocupadas, se compraban cajetillas de cigarros y se las montaban en la cabeza, y así marchaban por el pueblo, hasta que, exhaustas, descargaban el lastre, y se sentaban a platicar y fumar. 

 

El sonido 

Otro día, Manuel emplazó la cámara para volver a filmar las irrupciones azarosas de estas mujeres, y oyó estallidos de cuetes que venían de lejos. A uno que corría le preguntó dónde era la fiesta; el hombre le dijo: “En la estación. Ándele, vaya a ver”. Como pudo, Manuel cargó el pesado mueble y se fue corriendo en esa dirección.

A otro, que caminaba desconcertado, le pidió que le ayudara a cargar los rollos para llegar más rápido a la feria. En lugar de la estación vio un molino, y en el molino vio atrincherada a la amiga del presidente municipal y empleadora de unos obreros en huelga. Una tropa de esquiroles armados la protegía. Los cuetes eran balazos. Manuel emplazó la cámara, miró más de cerca y halló a un obrero que tenía los ojos cerrados y yacía en el suelo, con la sangre coagulada en la sien y las mejillas. Estaba petrificado: Manuel obvio  la cámara de cine y cogió la otra. Alguien lo vio hacer, y fue advertirle que ya se había puesto en peligro. Manuel huyó del lugar sin mirar otra cosa.

Acudió a los funerales del obraro el día siguiente. Filmó el cortejo y sus sombras, a los niños que jugaban y bailaban con la tambora de la marcha fúnebre, a gente agotada que tomaba un asiento, la caja postrada en la tierra. Eran ya miradas en picada, tomas que caían y se aparejaban con lo de abajo, que acompañaban el descenso de lo que jamás conoció una cima. 

 

El adiós

Cerca del cementerio, Manuel miró un río, y junto al río había un árbol trozado. Las ramas quebradas eran brazos: el árbol quería escapar. Cuando sepultaron al obrero, Manuel fue allá y filmó todos sus ángulos; de este y del otro lado del río filmó la quietud del árbol y el paso ceremonioso de las nubes y la invisibilidad del viento. Luego filmó las ondas del agua, que rehuían del plano, como el árbol desesperado. Así terminó su ensayo. 

Alguien lo alcanzó hasta allá para decirle que el presidente municipal andaba buscándolo por la imagen del obrero. Manuel se marchó con su mirada cinematográfica, la cámara y la fotografía culpable, y escapó a Salina Cruz.  Allá no quiso ver más.

***

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