¿Qué es el patrimonio biocultural y por qué es el mayor tesoro que tenemos?
Los humanos nunca hemos estado desligados de la naturaleza, y es posible tejer esta relación de forma equilibrada.
La premisa de que humanos y naturaleza somos dos entes separados no siempre ha dominado nuestra relación con el entorno. Incluso hay comunidades del presente, y muchas, para las que este binomio es indisociable. Así, cada uno teje una relación distinta con el ambiente que habita y con las otras formas de vida existentes.
En este paradigma —hoy refrescante, pero anclado en creencias muy antiguas— es esencial reflexionar constantemente sobre la forma de esta relación: si no estamos desfragmentados de la naturaleza, el trato que le damos a esta entidad modifica nuestro estar en el mundo, y buscar el equilibrio se vuelve vital.
La noción de patrimonio biocultural pone sobre la mesa estas preguntas. Se trata de un concepto que brotó en las academias, pero que hoy se filtra lentamente hacia otra áreas, sencillamente porque hoy necesitamos, tal vez con mayor urgencia que nunca, de estas ideas y ópticas. Surgió, pues muchos investigadores comenzaron a notar una coincidencia frecuente: los sitios con una boyante riqueza natural suelen ser los mismos donde se cultiva riqueza simbólica; donde existe más diversidad cultural.
El patrimonio biocultural está plenamente asociado a la herencia de las comunidades nativas de cada región del mundo. El íntimo vínculo que estos grupos resguardan con la tierra, sus ciclos y procesos, existe porque, para sobrevivir, ha sido necesario generar un lenguaje común entre ellos y su entorno.
Este diálogo se compone de saberes tradicionales, como los nombres, usos medicinales o nutricionales de plantas, árboles e insectos y métodos de predicción del clima —como las “cabañuelas”. Pero también se expresa a través de rituales para pedir la clemencia de deidades y hasta de la Tierra misma, combinando ofrendas, bailes, cantos, bendiciones de semillas, fiestas, comidas. No es extraña la particular sincronía que existe en México, por ejemplo, entre el calendario agrícola prehispánico y las fiestas católicas.
Este diálogo entre sujetos y naturaleza es, esencialmente, el patrimonio biocultural. Un tanto místico, pero no necesariamente impreciso, ciertamente poético, pero definitivamente verdadero, pues quienes se han valido de él sobreviven, a pesar de todos los cambios que el entorno ha sufrido durante las últimas décadas.
Así, las comunidades que resguardan los saberes nativos y los campesinos mantienen el equilibrio de nuestro vínculo con la tierra. Y en un plano más mundano, también articulan nuestra seguridad alimentaria, nuestra abundante tradición gastronómica y protegen la biodiversidad. Esto último es cada vez más relevante, pues frente al cambio climático, la biodiversidad es la mejor defensa que tiene la naturaleza.
El patrimonio biocultural es el mayor tesoro que tenemos. Un ejemplo muy especial es el de las poblaciones mayas de la península de Yucatán. Muchas de ellas aún tienen como núcleo de su vida cotidiana la milpa; este esquema de siembra —concentrado en el maíz, frijol y calabaza— ha existido casi sin modificaciones, por miles de años.
Su resiliencia depende de un elemento en particular: la paciencia. La milpa funciona de forma sostenible, pues no fuerza a la tierra, procurando no sobre producir; rotando los cultivos y ateniéndose, cada año, a los ciclos de las lluvias, las sequías y a la vida de las plantas que la componen. Y ligadas a la milpa, hay entre los mayas otras formas tradiciones de obtener alimentos.
Según un estudio del CONACYT, las familias milperas cosechan hasta 28 ingredientes (que incluyen, además de calabazas, chiles, frijoles y maíz, algunos tubérculos, pepinos, lentejas y frutas). Por otro lado, en sus patios se encargan de complementar sembrando árboles frutales, plantas medicinales, huano (una palma, cuyas hojas sirven para techar las casas) y criando pollos, conejos, pavos y cerdos.
Además, dependen del monte, para obtener maderas y criar abejas. Las familias milperas también se dedican a la apicultura y reconocen el valor sagrado de estos insectos, que no solo producen miel, también polinizan la mayoría de los cultivos que comemos todos.
Entre personas así, la idea de patrimonio biocultural es simplemente innecesaria. No podrían concebir una existencia humana desligada de la naturaleza. Cada planta vista y probada tiene su nombre y su uso. Cada lluvia es una bendición y cada sequía es una lección de resiliencia. La milpa es un espacio ritual, sembrar es retribuir a las deidades y cosechar es milagroso.
Sin tener que adoptar otro estilo de vida, el simple hecho de cuestionar con cierta espiritualidad la relación que uno mismo teje con el mundo que le rodea, es reforzar este vínculo y honrar esas prácticas.