El entusiasmo de Gabriel Zaid
La obra ensayística del escritor regiomontano nos abre las puertas a reflexiones insospechadas y nos enseña a leer mejor.
Seamos honestos desde un principio: los ensayos de Gabriel de Zaid (Monterrey, Nuevo León, 1934) son tan profundos y comprenden tan variadas esferas que el lector no puede abarcarlos en toda su anchura a la primera ni a la segunda lecturas; algo se nos escapa. Pasamos por ellos y al tiempo que nos abren fronteras —y diluyen otras— tenemos la sensación de que dejamos pepitas de oro tiradas al fondo del río. No podemos recogerlas todas de una sola vez, ni con una sola mirada: requerimos otras lecturas, tiempo, voluntad, reflexión, paciencia, ganas y hasta recursos y dinero si queremos ser congruentes con algunos de los postulados de Zaid.
No existe la obra de Gabriel Zaid El Entusiasmo, pero el entusiasmo subyace a todas ellas. La musa le dijo: “entusiásmate y entusiasma”, y Zaid decidió no darle la cara a la tarea, por eso nunca le han gustado las apariciones públicas. A pesar de eso, vale la pena decirlo: Gabriel Zaid tiene como credo el entusiasmo. Tiene la virtud de las personas longevas y sabias que suelen ser desenfadadas y de risa ligera. La solemnidad es cosa de gente poco experimentada; el humor es la crema y nata de la inteligencia: tal vez por eso Zaid admira a Jorge Ibargüengoitia, aunque el humor de uno y otro sean bien distintos.
El humor de Ibargüengoitia llega a la mordacidad de lo teatral; el de Zaid se cruza con ese entusiasmo que es más bien de orden teológico y creador —por eso poético—, y no importa si lo aplica a unos versos o a tales o cuales argumentos, su humor alcanza notas de sutil ironía y su entusiasmo, como quiere Voltaire, está guiado por la inteligencia y no por el arrobo. Las primeras dos sílabas de la palabra entusiasmo son en + theos (dios); según su etimología, el entusiasta es “aquel que lleva un dios dentro”. Y en la medida en que, de acuerdo con el propio escritor regiomontano, “lo creador es cierta forma de negarse a padecer”, Zaid es un vitalista de cierto cariz chestertoniano: optimista, llega a la izquierda dándose vuelta por la derecha.
Zaid tiene un vivo interés por evadirse de las ideas más desgastadas que nos aburren por habituales y nos hacen bostezar. Sin perder el trato franco y pragmático, muy propio de los norteños, examina, propone, dilucida, le da vueltas a una idea, descubre un pedazo de mundo que no sabíamos que existía e intencionadamente busca transitar por las antípodas del convencionalismo.
Como apunta Adolfo Castañón, Zaid tiene la capacidad de inventar o descubrir continentes culturales enteros: inventa o reinventa el conocimiento. “Lo suyo no solo es el arte de saber y de interpretar, sino también el arte de cómo llegar a saber y, más allá, el arte de nombrar y descubrir en un sagaz parpadeo nuevas realidades y esferas donde otros se limitaban al acomodaticio allanamiento mercantil o intelectual”.
Sus ensayos nos han dado material para comprender parte de la cultura de nuestro país y de las dinámicas globales de nuestro tiempo, de allí que algunos de sus trabajos hayan sido traducidos a otras lenguas como Los demasiados libros (So many books). Otros títulos significativos son Leer poesía (Premio Xavier Villaurrutia 1972), La poesía en la práctica, Cómo leer en bicicleta, El secreto de la fama, El progreso improductivo, De los libros al poder, Dinero para la cultura y, más recientemente, El poder corrompe. Otro trabajo que vale la pena destacar es Tres poetas católicos, donde Zaid emprende una asombrosa revaloración de las vidas y obras de Ramón López Velarde, Carlos Pellicer y Manuel Ponce.
En algunos de estos ensayos, la escritura y sus componentes se vuelven ellos mismos objetos de reflexión, como es el caso de La poesía en la práctica y Leer poesía. Esto quiere decir que Zaid nos abre la puerta de su casa y comparte las intimidades de su ejercicio con nosotros, porque, como opina Zaid, la mejor compañía de la lectura es la escritura; leer y escribir al mismo tiempo es su manera de tomárselo todo personal, y al compartir con nosotros, Zaid regresa al ámbito de la animación y el entusiasmo. Recordemos la metáfora de Heidegger: “El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre”. Y Zaid habita en el fulgor sagaz de sus ensayos.
Uno sale más robusto y aprende a leer mejor después de revisar las sutilezas que Gabriel recrea para nosotros. A medida que atendemos su interés por la historia de una palabra, los aciertos de un trabajo editorial, la pertinencia o no de un adjetivo, un acento, un endecasílabo, uno entiende que aprender a leer en serio es otra cosa diferente a lo que nos enseñaron en la primaria, en la secundaria e incluso en la universidad.
La lectura profunda elude la pasividad y la monotonía, demanda nuestro entusiasmo, pues no solo nos pide nuestra atención de espectadores. Al acercarnos a una obra la interpretamos y la volvemos a crear, somos copartícipes del esfuerzo del autor que quiso convertir una hoja de papel en foro público o banquete. Los hallazgos que hagamos dependen más de la obra de nuestra vida que de la obra como tal. Aprender a leer implica hacerlo con autonomía, formarse un criterio independiente; esto no es fácil y muchas veces supone remontar la corriente.
También es necesario acertar en las obras que son más valiosas para nosotros y priorizar la lectura mesurada y repetida, la reflexión propia sobre el exceso de información; no es tan relevante si la opinión de uno no es la más erudita y autorizada (aunque hay que esforzarse por saber más y mejor en la medida de nuestras capacidades intelectuales y materiales). En La poesía en la práctica, Zaid lo dice de esta manera: “la autoridad está en el autor que se busca, en el desdoblamiento de la conciencia que se busca, en el saber que se busca”.
En ese sentido, importa más si la búsqueda es activa y es honesta, importa si sabemos preguntarle algo a las lecturas, si nos dejamos interpelar por ellas, si nos ocupamos de los detalles que parecen no importar pero son los que más cuentan: “sin una lectura expectativa, no se producen los encuentros milagrosos”, dice Zaid. Lo que de verdad nos concierne es alimentar la lectura de la vida y regresar a la práctica algo de lo que hemos aprendido, para compartirlo.
¿Qué nos dice de fondo la mezcla de poesía y práctica en la que tanto insiste Zaid? Para leer con entusiasmo hay que vivir una vida entusiasmada; parece obvio, pero hacer versos o lograr una obra arquitectónica, un negocio o una artesanía no sirve de nada si ello no se hace bajo el precepto de la vida. El entusiasmo debe circular de la vida a la obra y viceversa, pero no permanecer en la esfera de las “actividades supremas” que propician un solipsismo donde todos hablan pero nadie se escucha: “La cuestión de la vida es más importante que la cuestión de los versos, los negocios, la política, la ciencia o la filosofía. La cuestión de los versos, como todas, importa al convertirse en una cuestión vital”, remata Zaid.
De nuevo el autor regio nos regala una epifanía cuando habla del parentesco inexorable entre la práctica y la poesía para vivir una vida creadora; lo que sugiere de fondo es la asunción de un juicio ético: “La vida práctica es inseparable de la vida creadora”. No puede haber vida creadora sin remitirla siempre a la práctica, por eso “un hombre creador que no es práctico es un mal artista” y “un hombre práctico que no es creador, no es un hombre práctico, es un burro de noria”.
Toda negación de la libertad para crear es ya la entrega de una vida vivible para todos; asumir la responsabilidad propia conlleva su dosis de riesgo y es preciso afrontar consecuencias potencialmente adversas, pero si se asume cabal, paladinamente, cualquier quehacer humano puede ejercerse como arte. Para aprender a leer y escribir con entusiasmo es necesario aprender a vivir, hay que encontrar los motivos del arte en la vida y lo artístico de una vida bien vivida.