Sobre el arte de la caligrafía y sus posibilidades expresivas
Escribir a mano es un acto que nos acerca a nuestro pasado y nuestro interior; es beneficioso para el cerebro y puede ser, también, una forma de arte.
Las letras, sus singulares formas, nos acompañan silenciosamente todos los días. Tal vez, por su insistente presencia, a veces pasan desapercibidas ante nuestros ojos. Están en todos lados: desde carteles de neón en las avenidas, hasta en los procesadores de texto; están en nuestros alimentos y casi en todos los objetos que nos rodean; son mínimos instrumentos que nos ayudan a decodificar el mundo y compartir un mensaje con otros. Por eso, es raro detenernos, dentro de esta vorágine hecha de letras y palabras, a observarlas cabalmente.
El arte de la escritura es un universo infinito de formas y estilos. Cada tipo de letra revela un carácter (el de aquel que escribe), un momento en la historia, y nos permite atisbar una de las mayores herencias que tenemos de las civilizaciones antiguas: la posibilidad de plasmar lo que somos, aún después de haber dejado este mundo.
A pesar de que nuestra actualidad exige escribir a mano cada vez menos, esta actividad no debiera dejarse a un lado, o no por completo. Practicar la caligrafía también nos ofrece la posibilidad de mejorar algunas funciones del cerebro, así como de desarrollar nuestras capacidades motoras; además, es un acto profundamente placentero, casi meditativo. Las ventajas de esta práctica son muchas, sobre todo en una época en la que hemos cambiado las plumas por los teclados.
La historia de la caligrafía
El origen de la caligrafía se desarrolló paralelamente en distintos lugares del planeta. Es difícil establecer en qué región nació, pero hay expertos que sugieren que fue en Egipto y en China —dos civilizaciones lejanas y distintas entre ellas—, donde se han encontrado las primeras formas de lenguaje escrito a través de una serie de símbolos, a través de los cuales se pretendía expresar diversas manifestaciones culturales.
Se sabe que, en el siglo VIII a. C., los griegos crearon su propio alfabeto a partir de los sonidos fonéticos que empleaban al hablar. Ellos hicieron grandes contribuciones a esta forma de expresión, una de ellas fue inventar la palabra caligrafía —vocablo que proviene de la unión de kallos (“bonito”) y graphos (“escritura”).
Aunque cada cultura adoptó sus propias reglas para plasmar letras y sonidos, el alfabeto latino (con 23 signos) es notable por ser el antecesor de la escritura que hoy usamos en una gran parte del mundo. Este abecedario, usado por los etruscos en el Imperio Romano, por ejemplo, dejó escritas las columnas con cierto tipo de criterio visual (trazos negros sobre superficies blancas) que aún hoy podemos encontrar en carteles y monumentos.
El libro de Keels
Una de las influencias caligráficas más grandes que tuvo el Imperio Romano provino de Irlanda, del Libro de Kells —un manuscrito hecho por monjes celtas en el siglo IX. Además de ser una de las obras religiosas más importantes de la Edad Media, esta pieza es una referencia para todos los entusiastas y estudiosos de la caligrafía. En ella hay, por ejemplo, un nuevo tipo de signos cuyos arcos están cortados a la mitad.
Este libro es un tesoro de nuestra historia en el que cada letra parece estar iluminada con una tinta diferente y cada decoración es una invitación a lo más puro de la caligrafía: la capacidad de entender un mensaje y, además, de dotarlo de belleza.
Algunos tipos de letras
Aunque existe una gran cantidad de signos, habría que destacar algunos que han marcado nuestra historia. Vale la pena empezar por la Capitalis Rústica, un tipo de caligrafía usada en el Imperio Romano que se caracteriza por su rectitud y falta de rigidez. Esta letra fue usada por Virgilio para escribir algunas de sus grandes obras.
Entre las más famosas de la actualidad están: la Garamond, creada en Francia en el siglo XVI por un grupo de tipógrafos ávidos por recrear garabatos que los representaran; otro tipo de letra común es la Times New Roman, usada en la redacción de The Times por primera vez en 1931; y, por supuesto la Helvética, que se inventó en 1957 y se caracteriza por no tener remates (además de ser la más usada en el mundo).
Ventajas de la caligrafía
Además de todas sus posibilidades creativas y artísticas, escribir a mano, con cualquier instrumento, trae grandes beneficios al cerebro humano. Según un artículo publicado en la revista científica Journal of Learning Disabilities, la caligrafía tradicional le ayuda a la mente a aprender distintas habilidades relacionadas con el lenguaje oral y escrito; esto es fundamental para el desarrollo de los niños pequeños.
Otra de las grandes cualidades que tiene este arte es que cuando escribimos a mano se mejora la atención y la compresión, ya que al dibujar la palabra sobre un papel, la mente se obliga a comprometerse de lleno con el lenguaje, con lo que estamos diciendo. Además, la caligrafía mejora el rendimiento escolar, ya que la buena letra es símbolo de entendimiento.
Finalmente, escribir es un acto de expresión que compromete a nuestro cerebro, todo eso que queremos poner fuera de nosotros, pero también a nuestras emociones. La caligrafía es también una expresión de lo que pasa dentro de nosotros, por eso es importante no dejarla por mucho tiempo.