Consejos de Virginia Woolf para disfrutar mejor nuestras lecturas

23 | 06 | 2021

La icónica escritora británica nos regala algunas sugerencias para acercarnos a la lectura, la literatura y la observación perspicaz.

Virginia Woolf fue una escritora inglesa cuyas novelas, a través de sus aproximaciones no-lineales, ejercieron una influencia decisiva en el género. Mejor conocida por sus obras de ficción, especialmente La señora Dalloway (1925) y Las olas (1931), también escribió textos pioneros en temas de estética, literatura, estudios de género y política. Sus ensayos establecen serias interrogantes sobre la lectura y la escritura, la novela y el arte, la percepción y la esencia, la guerra y la paz, el privilegio y la discriminación, y la necesidad de reformar la sociedad. También sostuvo un intercambio epistolar amplio y escribió un diario.

Su cautivador lenguaje, su mirada perceptiva en temas que aún son de actualidad y sus experimentos en el terreno de la narrativa alteraron para siempre el curso de las letras. Los ensayos de Virginia sobre el arte de escribir y de leer aún resultan de interés para un amplio rango de “lectores comunes” o lectores no especializados. Las colecciones de ensayos con este mismo título, El lector común I y II, aparecieron en los años 20 y 30 en diarios y suplementos culturales, para después ser antologados y publicados como libros.

Aquí presentamos a los lectores comunes —diletantes en el mejor sentido de la palabra: amantes del arte—, algunas de las sugerencias de la escritora británica para disfrutar mejor del ejercicio de la lectura.

Sigue tus propios instintos

En uno de sus ensayos Virginia Woolf se pregunta: ¿cómo uno debería leer un libro? El primer consejo que nos ofrece es no tomar ningún consejo, sino “seguir tus instintos, usar tu propio juicio, llegar a tus propias conclusiones”. Con este acuerdo, la autora sigue adelante bajo el supuesto de que lo que ella dice sobre la lectura son sugerencias e ideas, nunca instrucciones: la independencia es la cualidad más importante que el lector posee. “Porque nada puede ser más fatal que guiarse por las preferencias de otros en un asunto tan personal”, sentencia Woolf.

No salpiques toda la casa para regar un solo rosal

Para disfrutar nuestra libertad como lectores tenemos que aprender a controlarnos a nosotros mismos; no debemos malgastar nuestros poderes y “salpicar toda la casa para regar un solo rosal”. Es necesario entrenar nuestras facultades en las bibliotecas y en las librerías, cuya enormidad puede resultarnos inabarcable y atemorizante al principio. ¿Por dónde empezar a leer?, pensamos y nos sentimos abrumados.

Un criterio inicial parece ser el de arroparnos a los géneros y ceñirnos a las tipologías más comunes —novela, ensayo, poesía, biografías, entre otros—, pero esto suele ser insuficiente. En lugar de eso hay que valorar qué es lo que más nos interesa y nos inspira, si el anchuroso mar de la poesía o el telar artificioso de la novela o el cuento. Tenemos que aprender a ser selectivos. Sin embargo, siempre hay que darle la vuelta a los prejuicios, abrir tantas puertas como nos sea posible y, una vez descubiertas varias, dejarnos ir por la que más nos apasione. “Si pudiéramos desvanecer tales preconcepciones cuando leemos —dice Woolf—, ese sería un admirable comienzo”.

No hables mal del vecino antes de conocerlo

“No le dictes a tu autor; trata de convertirte en él. Sé su compañero de trabajo y su cómplice”, nos sugiere Virginia. Si uno se queda atrás y no le sigue el paso al autor, difiere de las múltiples tentativas de la obra por conducirnos por tal o cual vereda y critica todo y por todo desde el principio, se previene de aprovechar de la mejor manera el contenido de una lectura. Es preciso abrir la mente tanto como sea posible. Si nos abrimos ante el libro y le damos nuestra confianza, la retribución puede ser gratificante, como conocer a otra persona sin importar el tiempo o el espacio o descubrir que la lectura no está contenida en un libro sino en un mundo.

Leer un libro es un diálogo en el que nosotros somos los moderadores, y por eso depende de nosotros que sostengamos o no una tertulia interesante. En muchos casos los autores ya están muertos, y es de mala educación y un tanto injusto discutir con los difuntos; los difuntos hablan solo a través de sus obras: hay que darles el beneficio de la duda. Nosotros somos los intérpretes en todo momento y presidimos la conversación, nosotros somos los que vivimos en el siglo XXI, no hay que aporrear a un escolar medieval con un trending topic posmoderno. Las buenas conversaciones surgen de la escucha mutua y, ganada la confianza, pasamos a la fiesta y la celebración, o al rompimiento irrecusable. Pero lo primero es saludar educadamente. Si no se está dispuesto a darle la bienvenida a un nuevo invitado, es mejor dejarlo en el estante.

Adonde fueres haz lo que vieres

Si el novelista escribe, tú hazlo también. “Leer es un proceso más largo y complicado que ver. Tal vez la manera más rápida de entender los elementos de lo que un novelista está haciendo no es leer, sino escribir”, nos dice, agudísima, la escritora londinense. En el taller es donde se conoce mejor a los artistas. Virginia recomienda entonces rememorar algún evento que haya dejado una impresión distintiva en nosotros, un momento mínimo y cotidiano en el que, secretamente, relumbra una visión entera pidiendo ser parida. Y el partero es el observador capaz de apreciar esta verdad donde otros solo ven una acción intrascendente.

Al intentar capturar esta impresión con palabras, encontraremos que el asunto se vuelve más problemático de lo que parecía; de pronto a aquel hecho en apariencia simple le brotan tentáculos y se vuelve contra uno. De ese embarazo más de uno ha salido corriendo para apostar por empresas menos riesgosas (y también más rentables). Al momento de sentarnos a escribir, las impresiones son diversas y divergentes. Algunas deben ser subordinadas y otras enfatizadas, y en ese proceso probablemente perdamos el vínculo con la emoción original. Lo importante es no arredrarse y examinar los resultados. 

Si después de este ejercicio volvemos a las páginas de los grandes novelistas —Woolf cita a Daniel Defoe, Jane Austen, Thomas Hardy—, ahora uno será más capaz de apreciar su maestría. Nos damos cuenta de que estamos en presencia de un punto de vista especial dentro de un mundo particular que, además, es consistente consigo mismo. Un complejo arquitectónico de palabras. Mitólogo, mitómano, mitotero, tales son los oficios del autor.

Saca al gato de la bolsa

Al final, no podemos sacar el mayor provecho de una lectura si no nos detenemos y la evaluamos con simpatía y con severidad. Aquí ya no somos amigos del autor, somos sus jueces, y como tales debemos ser justos en la medida de lo posible. El juicio de los lectores comunes, desde una perspectiva y sistema distintos a los del crítico profesional, no solo contribuye al establecimiento de un vínculo entre los creadores y el público, sino que también nos ayuda a desarrollar la perspicacia con la que leemos. Concluida nuestra primera lectura, viene el tiempo de reflexionar.

En ocasiones es necesario volver a la obra, repasar un pasaje o recorrerla de nuevo íntegramente para formarnos una mejor perspectiva de ella, más acabada. Esta tarea puede ser tan osada como el lector lo desee, y seguramente dependerá de la relación que hayamos establecido con la obra. Al volver a leerla, si tal es nuestro compromiso, “el libro regresará, pero diferente. Flotará hasta la cima de la mente como un todo. Y el libro como un todo es diferente del libro recibido de manera corriente en frases separadas”, escribe Virginia. Los detalles se acomodan y ahora podemos ver si es un granero o una catedral.

Si tan ardua es la tarea y tan demandante, ¿no sería mejor dejársela a los críticos de profesión? Imposible, porque, íntimamente, una voz nunca se calla dentro de nosotros: “yo amo esto, yo odio esto otro”, y por eso puede que nuestra relación con la obra sea tan estrecha que prefiramos amar y odiar sin intromisiones. Incluso si los resultados son desastrosos y nuestros juicios son completamente equivocados, sigue siendo nuestro gusto, y esa sensación permanece como nuestra guía primaria: “aprendemos a través del sentimiento; no podemos suprimir nuestra propia idiosincrasia sin empobrecerla”, arguye Virginia. Podemos, eso sí, entrenar nuestro gusto y aprender a controlarlo. Dejarnos aconsejar por otros es válido siempre que no menoscabemos nuestro juicio y nuestro gusto en favor de la autoridad o de la elocuencia de los críticos: no seamos como ovejas echadas a la sombra de una cerca, atrevámonos a sostener un punto de vista.

La vida es lo que importa

Hay que vivir entre los vivos, pregona Virginia vivazmente. Benditos son aquellos que pueden charlar fácilmente con sus vecinos acerca de su deporte, su vecindario o sus peleas, y disfrutar honestamente de la conversación con los carpinteros y jardineros. Porque “comunicar es nuestra principal ocupación, la sociedad y la amistad nuestros principales deleites; y leer, no para adquirir conocimiento, no para ganarse la vida, sino para extender nuestra conexión más allá de nuestro tiempo y nuestra provincia”.

Podemos aprender de Michel de Montaigne, cree firmemente Woolf, en los asuntos concernientes a la lectura, la escritura y la buena conducción de nuestros asuntos privados. Así como él no tenía grandes pretensiones públicas cuando escribía, podemos nosotros emularlo. El francés no quería fama, ni ser citado en el futuro o tener una estatua frente al mercado, lo que realmente deseaba era comunicar su alma a través de sus ensayos. “La comunicación es la salud, la comunicación es la verdad, la comunicación es la felicidad. Compartir es nuestro deber”, es el credo de Virginia.

Para cerrar estas meditaciones, la escritora nos regala una espléndida impresión apocalíptica:

He soñado al menos algunas veces que cuando el Día del Juicio Final claree y los grandes conquistadores y juristas y estadistas vengan a recibir sus recompensas —sus coronas, sus laureles, sus nombres tallados indeleblemente sobre mármol imperecedero—, el Todopoderoso se girará hacia Pedro y dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea venir con nuestros libros bajo el brazo, “Mira, estos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Estos han amado la lectura”.

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